sábado, agosto 08, 2015

Latacunga

La guía del museo pareció dudar, volvió a mirar a la parejita de argentinos y decidió contar, se detuvo en el descanso de la escalera, les explicó que en ese lugar los jesuitas tenían antiguamente una capilla pero que con las remodelaciones era difícil imaginarla, excepto por la imagen de la virgen que quedó, medio escondida, en la pared. Si no te la señalaban subías la escalera sin verla. La pintura tenía algo extraño. Empezó a explicar que era la imagen de la Virgen de Monserrat, por eso los antiguos molinos de los jesuitas se llamaban con el mismo nombre, los molinos de Monserrat. La Virgen tenía en su regazo a dos niños Jesús. Miles de devotos del Código Da Vinci peregrinarían a ver al gemelo de Jesús sino fuera porque el motivo de los dos niños pintados allí era muy otro. Cuando los jesuitas fueron expulsados de América, por el 1700, para poder explotar y/o matar libremente a los indios que ellos defendían, los dominicos se hicieron cargo del molino de monserrat y pintaron encima su propia imagen de la Virgen: le aclararon un poco la piel, los jesuitas la habían hecho más bien morena. Y le pintaron otro niño encima, con su propia concepción de Jesús. Si observábamos bien, decía la guía, uno de los niños tiene en su mano un antiguo serrucho de carpintero, recordando los humildes orígenes de Jesús, y el otro sostiene una bocha que representa el mundo, entendiendo a Jesús como amo y señor del mundo.
El argentino recuerda que su padre hablaba maravillas de los jesuitas, tal vez porque las reducciones fueron el único experimento comunista que funcionó, eran una mezcla perfecta de ideas,  en ellas los indios respetaban gran parte de sus costumbres y organización social, los jesuitas no los dominaban sino les compartían conocimientos que podían ser útiles: leer y escribir, nuevas técnicas para perfeccionar las obras de arte que ya sabían hacer, componer música,  aprender a fundir y usar cañones para defenderse de los bandeirantes que querían llevarlos como esclavos. Vivían y empleaban los bienes en común, no hacía falta la propiedad privada, comunistas como los primeros cristianos. Tal vez ese también fue uno de los motivos de su destrucción. En labios de su padre los pelotudos de los dominicos y los franciscanos, nunca hicieron un carajo por los indios, eran pusilánimes. Por lo cual ya intuía cuál niño correspondería a cada orden pero quiso comprobar y preguntó.
La guía respondió que creían que el Jesús humilde había sido hecho por los jesuitas y el que era símbolo de dominio mundial por los dominicos. Ella misma, con esa duda, había recorrido templos dominicos y lo había visto con la misma pelota ridícula en las manos. Sus ojos también reflejaban algo de simpatía por los jesuitas, aunque algo decía en su mirada que ella no creía en la divinidad de ese niño, parecía tener respeto por aquellos curas idealistas.
Continuando con la visita los llevó hacia una puerta que conectaba con el exterior, la abrió y les explicó que de la mitad hacia abajo ese edificio estaba construido de piedra y hacia arriba de piedra volcánica, más liviana y aunque es llamada despectivamente cascajo, es muy resistente, de hecho dijo que ése era uno de los únicos edificios en el pueblo que había resistido las erupciones del volcán Cotopaxi. Los argentinos recordaron algo que comentara el taxista y le preguntaron si el volcán se estaba activando.
-          Sí, el volcán está despierto, puede ocurrir en horas o en…oh, más turistas -desde esa puerta exterior se vio llegar a 3 gringos- si no tienen inconvenientes los unimos a la visita, continuamos por donde estamos y luego a ellos los llevo a ver lo primero.
-          Ningún problema, no tenemos apuro.
Se notaba que el museo funcionaba con muy pocos recursos, era un pueblo chico y poco turístico, se empleaba más bien como lugar de paso, sus diez hoteles estaban vacíos la mayor parte del año llenándose sólo  los miércoles a la noche para ir el jueves a primera hora al mercado famoso de uno de los pueblos cercanos, o durante las fiestas de la Mamá Negra, dos días al año. Ellos encontraron el hotel vacío porque no iban al mercado de los jueves, ni estaban cerca de los días en que la Mamá Negra bailaba por las calles. Que estuvieran ahí era fruto de un par de casualidades o fiebres que, estando de viaje pueden ser la misma angina de siempre o una malaria desconocida y mortal: Carolina se había repuesto bien con antibióticos, pero su hermana ahora hacía reposo en un hotel de Latacunga mientras ellos trataban de aprovechar haber caído en ese pueblo desconocido, y estar de vacaciones. Al llegar al museo encontraron un laberinto de piedra por donde circularía el agua y las dos primeras puertas que abrieron estaban cerradas. No habían planeado ese pueblo asi que entrar a ese museo les daba básicamente lo mismo, pero gracias a Dios o a los fantasmas jesuitas insistieron porque encontraron la mejor guía de museos de le que tengan memoria. Ahora lo vacío del pueblo y del museo les parecía un escenario de huida: el volcán estaba activo, todos habían huido o se habían escondido. Lo único que podía ayudarlos a imaginarse una erupción volcánica eran dibujos de viejos manuales del colegio o peliculas ochentosas de cine catástrofe, estaban fritos, pero si morían sería culturalmente: visitando un museo.  

En contacto con los objetos indígenas, la guía fue transformándose. O por lo informal del museo o porque los objetos eran de su pueblo, los descolgaba para mostrarlos y mostrar cómo se usaban. A veces se confundía, o no, y hablaba en primera persona, se le escapaba un nosotros. Probablemente los gringos no notaron esas inflexiones del lenguaje, pero nosotros sí, nos dimos cuenta que ella era sobreviviente de los pueblos diezmados y que nos mostraba su cultura, su historia, objetos con los que comían sus abuelos o jugaban sus tíos. Era como si nos paseara por su casa, una casa de cientos de años y de espíritus. Fue una visita mágica, los objetos, habitualmente muertos en los museos, en sus manos cobraban vida. Nos explicó con ternura cómo cocían los tejidos con paciencia infinita..hoy esa paciencia no existe más: nadie se tomaría tanto tiempo en hacer un hilado tan fino, sería imposible ponerle precio a tanto tiempo y cariño puesto en una prenda. Nos explicó cómo jugaban con una especie de pelota paleta muy pesados, que el gringo quería también sostener pero a ella le costaba compartirle. Sabía que esas culturas no juegan juntas. Nos explicó el ritual de la Mamá negra y, con picardía en la mirada,  cómo su pueblo supo camuflar sabiamente sus creencias entre las creencias de los blancos, mezclando sus símbolos con los de los católicos para no levantar sospechas, pero haciéndole pito catalán a los censores pontificios y adorando lo mismo de siempre.
No me dí cuenta, yo también cambié al nosotros. Empecé el relato hablando de unos argentinos que somos mi compañera y yo. Incluso nombre a Carolina, me presento, yo soy Juan, la chica con fiebre en el hotel es Celeste, la hermana de Carolina. Eso provocó esta guía que prefería que no le saquen fotos y de quien es mejor que no hayamos preguntando el nombre porque era su pueblo entero: que vivamos la historia en primera persona. Incluso le hizo una limpia a Carolina. Explicando algo del ritual de la Mamá Negra, mostró las máscaras que se usaban y tomando uno de los bastones que usan los chamanes invitó a mi mujer a ponerse delante y entonó un cántico ritual usando el bastón alrededor de Carolina invocando los espíritus de los volcanes, teniendo buenos deseos sobre ella.

La visita tuvo que terminar abruptamente porque vinieron a buscarla. El museo funcionaba en una Casa de la Cultura, asi que tenían una actividad intercultural en otro lado y ya era hora de irse. O tal vez escaparan de la erupción del volcán y no querían alarmarnos. Volvimos a la calle transformados, y veíamos en todos lados las huellas de lo antiguo, y lo nuevo chocaba, no encajaba. Nos refugiamos en una Iglesia donde todo seguía siendo como antes, y casi imaginamos a algunos indios sentados entre la gente. El cura que apareció de golpe tenía rasgos indígenas muy marcados, y empezaron a rezar pidiendo algo al volcán. La Iglesia parecía un barco antiguo dirigiéndose a una tormenta, pidiendo al mar que les respete la vida.

Salimos antes de que terminara el rosario por si cerraba temprano la farmacia, había que comprar remedios para Celeste. Igualmente Carolina estaba protegida por la limpia, y si igualmente el volcán se enfurecía esa noche sabíamos cual era el lugar más seguro de la ciudad, la sabiduría jesuita a pocas cuadras del hotel. A veces de los pueblos y etcéteras de los que menos esperás es donde más experiencias y etcéteras encontrás.