viernes, enero 24, 2020

Morro do Brasil


Miró el acantilado y sintió un vacío en el estómago. Habían llegado hasta ahí con un amigo con la idea de llegar a una playa vecina bordeando el mar, pero no esperaban obstáculos así.  Hacia arriba la pared de rocas se volvía tan vertical que era imposible de franquear, la única forma era tirándose al mar, pero el oleaje por momentos se embravecía y golpeaba fuerte contra las rocas. Estar ahí abajo en ese momento podía costarles la vida, por eso no se decidían. Estaban desilusionados, nunca les había pasado que la naturaleza impusiera un límite a lo que deseaban hacer, ni habían tenido suficiente miedo como para quedar paralizados, como para no saber si seguir o volver. Era una encrucijada, como quien decide si ser abogado o malabarista. Volver: abogado, seguir: malabarista. Las olas golpeaban y los salpicaban y veían las rocas tapizadas de caracoles clavados como mil navajitas apuntándolos. Notaron que había ritmo: había un par de minutos de calma seguidos de oleaje feroz y volvía la calma. Después de varias calmas de dudar y sentir que la carne pedía por favor no, Juan se tiró. Los pensamientos desaparecieron bajo el agua, emergió y nadó hacia la otra orilla del acantilado comprobando con terror que la calma ahí abajo no era tan suave y que parecía estar volviendo a embravecerse antes de lo previsto, como si al mar le hubiera entrado un bicho en el ojo y se frotara de golpe. Llegó a la pared de rocas y las olas comenzaron a sacudirlo sin dejarle subir, hizo pie una vez pero el mar lo golpeó y lo despegó de las piedras, para que no escape. Nervioso, hizo pie de nuevo, esta vez el mar lo empujó contra el muro para matarlo y le pareció que su malla se enganchaba en los caracoles filosos cerca de sus genitales y se desesperó, pataleando entre las navajitas hasta salir. Se dio vuelta y saludó a Matías con el pulgar en alto. Ahora el mar estaba furioso y había que esperar. Subió un poco más y comprobó: los genitales bien pero tenía tajos en la panza, en un brazo y en una pierna, los de la panza eran los más profundos. Cuando se le pasó el berrinche al agua, Matías no dudó y se tiró. El mar parecía resignado o agotado y lo dejó pasar, pero le cobró peaje y se llevó una sandalia. Reporte de daños: corte en el pulgar. Esperaron por la sandalia, pensaron en alcanzarla con un palo, pero el oleaje se la llevaba de a poco, y no se lo veía muy dispuesto a devolverla.  Si bien tal vez Matías se sintió incómodo o lo preocupó seguir con un pie descalzo, todavía no pensaban que tenían un problema, la aventura seguía luego de una interrupción que habían sorteado con éxito, en un par de horas estarían en la playa vecina, mirando chicas nuevas. Como si pensaran que el mar no podía ser tan hijo de puta de haber fabricado más de un acantilado en su camino.
Pero no tardaron en encontrar más obstáculos. Esta vez la roca explotaba hacia el mar con formas intransitables…por el único camino que encontraron había que agacharse mucho y circular por zonas de piedra muy plana y pulida que para colmo tenía un manantial tan suave que era como una capa resbaladiza de agua con verdín. Avanzar por ahí habría sido un tobogán a las fauces del mar, si es que una piedra no frenaba la caída. Volver al acantilado no existía como opción en sus mentes, habían salvado la vida de casualidad y no volverían a jugar a esa ruleta rusa.  Esta vez la subida no era tan escarpada, y si bien se adivinaba desde abajo que avanzar por el morro no era fácil por la vegetación, les pareció la única opción sin riesgo de vida.
Pero miraban distinto, ya no estaban de vacaciones, estaban en un problema.
La vegetación del morro brasilero es la peor para caminar. Es tupida hasta la cintura de tal forma que cada paso es un esfuerzo y no protege del sol, además de que puede ocultar todas las especies de serpientes que la quieran habitar sin ser vistas. Es como atravesar un campo minado con los ojos vendados. Por si esto fuera poco, también es hostil a los visitantes y los castiga con espinas y unos abrojos peludos que se pegan para dificultar el avance y torturar al que camina sin pantalón largo. Cada paso te tira de los pelos de las piernas. Avanzar es un esfuerzo y un dolor. Cada paso es un martillazo que templa la voluntad, como un herrero que golpea una espada al rojo. El morro es una tentación a detenerse, a abandonar. Sabe que si te frenás mucho tiempo, tiene posibilidades de comerte. Tus huesos le sirven, son buen abono y los desea. No es nada personal, ni orgullo ni venganza por antros sagrados violados, es simple hambre , él también necesita sobrevivir y vos sos comida. Pero las hormigas lo delatan. Comienzan su tarea demasiado rápido y cuando frenás unos segundos te invaden los pies para comprobar si ya estas muerto y pueden empezar a procesarte y ahí te das cuenta. No podés frenar mucho. Frenar es invitar a la muerte.
Por eso ya no simplemente caminaban, luchaban para sobrevivir.  Se fueron dando cuenta de que eso era lucha a muerte con el morro, y empezaron a putearlo. Vamos a salir, hijo de puta, no nos vas a matar. La voluntad generalmente se mueve buscando algo placentero, pero cuando eso no es posible, cuando todo alrededor es hostil, es necesaria la ira para avanzar. Es como el motor de emergencia. Y cuando se cansaban de putear, cantaban, para no dejar de alimentar la caldera interior. Sabían o habían leído alguna vez que ahí la voluntad era todo: si se rinde la cabeza, pierde el cuerpo.
El que iba adelante tenía más trabajo: peleaba con la vegetación para abrir camino, tenía mucho más miedo de ser picado por una serpiente, porque no veía lo que pisaba y tenía el peso de elegir el camino. Por eso rotaban por ratos, quién iba adelante. El que iba atrás principalmente tenía que sacarle las hormigas del pie al que iba adelante cuando se frenaba para decidir por dónde seguir, sobre todo cuando iban subiendo porque los pies del otro le quedaban casi a la altura de los hombros.
Cuando llegaron arriba el panorama era desolador: de un lado se veía el océano, del resto vegetación salvaje hasta donde diera la vista. Habían pasado el mediodía por lo que el sol les daba de lleno. Avanzaron hacia donde estaría la playa a la que querían llegar y que suponían que no estaría lejos, tal vez atrás de aquella cima verde.
Juan empezó a sentir una sed que le quemaba la garganta. Se miró la herida de la panza: todavía sangraba aunque menos. Aplicó presión. No parecía haber fuentes de agua dulce, sabía que no podía tomar agua salada, pero se le ocurrió que si mordía la parte inferior de la remera que todavía estaba mojada, el agua de mar no lo hidrataría pero por lo menos le aliviaría esa sensación desesperada. Y bebió apenas unas gotas del veneno que le había dejado el mar en la ropa. Lo que no pensó es que de cualquier veneno bastan pocas gotas para matar, y esas gotas de agua salada empezaron a secarlo por dentro: el agua saturada de sal necesita mucha agua dulce para ser digerida y el cuerpo usa el agua que quede disponible en el cuerpo para eso, lo que acelera dramáticamente la deshidratación.
Los sobrevivientes de los Andes que caminaron buscando rescate, cuentan que era muy difícil reponerse del golpe a la moral que producía llegar a una cima y que detrás de ella hubiese otra más. El esfuerzo de treparla iba alimentando la esperanza de encontrar civilización al otro lado, refugio, agua, comida, un supermercado, la familia esperándolos y cuando, después de toda esa energía gastada, del otro lado había simplemente lo mismo, el alma se va al piso. Ellos, todavía, no la estaban pasando tan mal como los ahora hermanos de los Andes, no habían sido arañados por el frío, la muerte de amigos, y la necesidad de comerlos para vivir. Pero el sentimiento es universal: cuando necesitás salir de ahí, trepar una cima con ilusión y que del otro lado no haya nada es una patada al ánimo. Detrás de la primer cima se frenaron con la desilusión en la cara, sin decir nada para no desalentar al amigo, detrás de las siguientes cimas ya no se frenaban, pero el desánimo calaba más hondo en la mirada. 
Caminaban rodeados de recursos que podían usar, pero no conocían. La vida moderna nos fue alejando de la naturaleza. A un aborigen no se le hubiese ocurrido que ese fuera un lugar del cual había que escapar. Nos colocamos en el tope de la cadena alimenticia, pero nuestra fuerza está en tecnologías que pensaron y fabricaron otros, nuestra fuerza está en vivir en sociedad, como las hormigas. Solos en la naturaleza somos un animal más, y de los más débiles: nuestro olfato se fue volviendo pésimo, casi no tenemos pelo que nos proteja y más de un carnívoro en el cuerpo a cuerpo nos despedaza sin esfuerzo.
Juan empezó a notar que el cuerpo le fallaba y sintió horror. Pensaba que la voluntad la podía manejar, seguían cantando cada tanto, puteando y decidiendo salir, podía manejar el pánico sicológico  de estar perdidos en el medio de la nada. Pero se dio cuenta de que si fallaba la máquina, perdía el control y ese miedo sí hacía efecto, como un frío que le atravesaba el cuerpo cada vez que notaba que erraba el paso, que empezaba a andar a los tumbos. Se tomó el pulso: estaba rápido y débil, síntoma de shock, había aprendido en la cruz roja. Sería por la pérdida de sangre? La hemorragia no había sido excesiva, pero sí constante, más perseverante que otras heridas que haya tenido. Cuando empezaron los mareos los quiso ignorar, pretendiendo que asi desaparecieran, como quien espera que una gotera se arregle sola, pero cuando se asentuó y se veía en la mirada de Matías que se estaba dando cuenta ya no pudo dejar de preocuparse. Empezó a pensar que capaz que de ahí no salía. Si no podía caminar no había esperanza. Podía mandar a su amigo a buscar ayuda, pero aunque volviese con ayuda nunca lo encontraría. El sol empezaba su carrera hacia la noche además, y quién sabe las alimañas que saldrían al oscuro en ése lugar. También lo amargaba retrasarlo,  y pensar que por su culpa su amigo también podría quedarse ahí para siempre. Cuando no pudiese más trataría de convencerlo de seguir, pero conocía a su amigo, y no querría abandonarlo. Empezó a putear con más fuerza, puteaba al morro, a la vegetación que le complicaba la subida, pero en realidad quería putear a su cuerpo por abandonarlo cuando él quería seguir viviendo. Y trastabillaba como un borracho que putea la puerta donde no puede meter la llave.
-          Pará, me toca ir adelante.- dijo Matías, aunque todavía no le tocara.
  Empezó a sentir que en cualquier momento se desmayaba. Tosió a propósito, recordando que eso aumentaba la circulación sanguínea en la cabeza, transitoriamente. Cuando empezaba a fallar el truco, encontraron unas piedras grandes y planas, sin hormigas. Era un regalo justo a tiempo donde poder acostarse.
-          Vamos a descansar un poco- dijo Juan.
 Y acostado se le pasó el mareo. El morro empezaba a ganar. Lo invadió una paz de querer quedarse. Se sentía bien ahí. 
-          Tenés que ir a buscar ayuda, me está fallando el cuerpo.
Matías lo miró un segundo, tal vez dudó, porque el instinto de supervivencia es en esencia individual. Si dejás que sólo el instinto te guíe, pisás las cabezas que hagan falta para salir del incendio. Pero las decisiones pueden escuchar al instinto, o no. A los bomberos el cuerpo les grita que salgan, pero entran.
-          Descansá lo que haga falta, después seguimos.- arriesgaba su vida como los amigos que valen, con palabras sin importancia.
Se sentó, volvió el mareo y se acostó un rato más. La decisión del amigo lo aliviaba y preocupaba a la vez. Morirse ahí solo, sería triste, pero su amigo podía seguir, y no podía perder tiempo, darle ventaja al hambre y la sed. Si se mareaba al incorporarse y tenía el pulso así ya podía declarar inminente el shock hipovolémico: le faltaba líquido en el cuerpo, por la hemorragia o por deshidratación, o una asociación siniestra de ambas, la causa daba igual a esta altura. La única solución era que ingrese líquido. Liberó el pensamiento, y la cabeza empezó a buscar soluciones. Misteriosamente recordó haber leído una biografía de San Maximiliano Kolbe, condenado a morir de hambre y sed junto a otros prisioneros en un campo de concentración nazi, y recordó que algunos prisioneros habían bebido su propia orina para vivir unos días más. Tal vez por la sed, recordó alguna tarde tomando mate con Magalí, una muy buena amiga la pulseada contra el morro tuvo un nuevo giro: le volvieron las ganas de salir de ahí como un fantasma volviendo al cuerpo del muerto cuando los médicos le dan con electroshock. Decidió que quería tomar mate una vez más con su amiga. Aunque sea una vez más. Ese pensamiento simple fue como el mantra que lo levantó de la piedra.
-          Vamos.
Matías lo siguió, y cambió de rumbo. En vez de seguir hacia las cimas perpetuas, hacia la supuesta playa que estaba menos acá a la vuelta de lo que parecía, encaró hacia la locura, hacia el interior del morro, de espaldas al océano. Era la dirección que ofrecía una vegetación distinta. Los arbustos eran más altos más gruesos y escasos, dejaban caminar mejor, aunque tapaban el sol cuando iban a empezar a necesitar más luz. Pero la energía mágica duró poco y volvieron los mareos, intentó el viejo método inútil de ignorarlos pero no funcionó y guiado por la decisión inapelable de volver a tomar mate alguna vez, le dijo a Matías que se adelante, que tenía que ir al baño.
Juntó con una mano la orina que pudo y la bebió. Los manuales de supervivencia no recomiendan esto, aunque algún experto en la materia dice que si la deshidratación no avanzó demasiado, la orina puede ser una solución paliativa. Quizá fue sicológico, pero pasaron los mareos y el alma le volvió al cuerpo. Avanzaron con energías renovadas por otro paisaje. Matías seguía adelante cuando Juan lo frenó con una mano en el hombro. Delante de ellos se extendía una telaraña inclinada, del tamaño de un cristiano, con una araña de colores, grande y fea en el centro, con cuchillo y tenedor preparados, quieta, serena como la muerte, con la confianza de vencer a lo que fuera que cayera en su red.
El sol acariciaba el horizonte cuando salieron a un descampado. El morro se tranquilizaba y ya no arañaba a cada paso, o tenía la certeza de que las presas serían suyas con la noche, o había renunciado a ellas, quizá por el respeto que uno le tiene a un contrincante digno. Al alivio del terreno se le interpuso un cansancio que les entraba en el cuerpo. Matías estaba entusiasmado, el paisaje estaba cambiando y parecía que la civilización podía aparecer de un momento a otro, pero Juan empezó a despedirse de los mates, porque volvían los mareos, insobornables como la soledad. Aguantó todo lo que pudo avanzando, cada vez más lejos de su amigo que avanzaba confiado de no perderlo de vista porque ya la vegetación no interrumpía la visión. Mientras lo veía alejarse se sentó. Pulso rápido y débil, también se aceleraba la respiración, mal signo, el shock avanzaba.  Miró el atardecer y sonrió. Capaz dentro de poco se encontraba a su vieja. Le gustó la idea de unos mates con ella. Charlar. Mientras miraba irse el sol habló con Dios. Agradeció y pidió perdón, pero esta vez en serio. De golpe Matías gritó.
-          Una casa!
Se levantó a los tumbos y alcanzó a su amigo, que le dijo que fuera más despacio, hubiera sido ridículo caerse y lastimarse a la vuelta de la salvación. La vegetación volvió a crecer y antes de llegar al techo que habían visto desde arriba se cruzaron un rancho. Llamaron y apareció un viejo. Le pidieron agua, pero el viejo les preguntó en portugués si venían del morro, cuando le dijeron que sí buscó un banquito para ellos y otro para él y les pidió que le cuenten la experiencia!
-          No, agua!
Hicieron gestos inconfundibles pero como el viejo insistía con el cuento como un niño, hicieron otro gesto universal, pero esta vez de mandarlo al carajo y siguieron hacia donde habían visto el otro techo. Resultó ser una casa en construcción. Juan encaró hacia una canilla con manguera, la abrió y dejó correr el alivio garganta abajo. Se asomaron obreros a ventanas del primer piso preguntando si venían del morro y les gritaron, riéndose, que estaban locos, que en el morro hay serpientes. Matías también bebió.
Preguntaron hacia dónde estaba la ruta y empezaron, de a poco, con el atardecer, a volver.

martes, diciembre 18, 2018

La venganza de Inti



Los pueblos de la tierra adoraban a Inti, el Sol.
Los civilizados masacraron a los pueblos de la tierra. Machacaron la carne de hombres mujeres, niños, ancianos. El genocidio mas grande de la historia de la humanidad.
Ellos elevaban sus brazos al sol, pero Inti parecia no ver.
Los civilizados llegaron a Marte, y descubrieron que una vez hubo vida...entonces se preguntaron por qué ya no.
Marte se quedó un día sin atmosfera, y los mató a todos el sol.
La civilizacion destruye absolutamente todo...tambien la atmosfera y su capa de ozono protectora.
Inti parece sonreir.

miércoles, diciembre 30, 2015

AMIA


Cuando pasó lo de la AMIA yo trabajaba en Babelito. En realidad era una distribuidora de Babelito, en criollo: un garaje transformado en depósito lleno de mamaderas, chupetes y baberos donde mi laburo consistía en armar los pedidos tratando de no equivocarme porque algunos clientes estaban lejos, y volver de Ranelagh a Florida para cambiar una mamadera celeste por una rosa era inconveniente económicamente, además de exasperante. Mi mejor amigo había amanecido ahorcado hacía unos meses, y a sus padres adoptivos se les ocurrió darme trabajo por tener un gesto de cariño y porque supongo que era incómodo para varios que un chico de clase media trabaje como peón de albañil, que era lo que hacía cuando me enteré de su muerte. Lo más lindo de aquel trabajo era la luz del atardecer brillando en el agua que lavaba las herramientas agotadas de sol, la paz en el cuerpo.
En este trabajo por lo menos tenía una radio y escuchaba chacareras, extrañando algún viaje a Santiago, cuando salía del laburo me iba a estudiar de noche el último año de la secundaria, y los fines de semana reventaba mi sueldo en el aeropuerto de San Fernando tratando de aprender a volar. Cada hora con las mamaderas[1] tenía sentido al acariciar la avioneta dormida, llena de rocío, para hacer los chequeos previos al despegue.
Me enteré por la radio. Había explotado una bomba en la mutual judía. Pedían pilas, creo que para seguir buscando víctimas entre los escombros a la noche. Aceleré el tema con los chupetes, terminé los pedidos, compré pilas y me fui a la guerra.
Había cordones humanos haciendo un perímetro a 2 cuadras de la explosión, me acerqué, dí las pilas, busqué un teléfono público, le avisé a mi vieja que no iba a dormir, volví y esperé que se fuera alguien de la cadena para reemplazarlo. Dejábamos entrar las cosas que donaban pero no a las personas, salvo que vinieran adentro de una cosa con luces y sirena. El Córdon era primitivo al principio, entrelazando los brazos, horas después evolucionamos, llegó la tecnología policial: una cinta de peligro, y hacía falta menos gente para controlarlo.
Estaba en el Cordón cuando fue el derrumbe. Meses después yo haría un curso en la Cruz Roja y el que lo daba era Jefe de bomberos de la Federal, y también había estado en la AMIA. Decía que se pasó toda la tarde diciéndole a todos que salieran de debajo de esa mampostería, que estaba mirame y no me toques. No le hicieron caso. El derrumbe mató bomberos y otra gente que ayudaba. El estruendo nos paralizó, hasta que apareció gente desesperada pidiendo matafuegos. Conseguimos matafuegos de algún auto y nunca supimos para qué sirvieron si no hubo fuego.
En un momento me llama un cana de bigotes, para encomendarme una misión nueva, no sabe explicar qué carajo vio en mí que le inspiró confianza, pero necesita que acompañe a las personas que aparezcan demostrando en su documento que viven dentro del perímetro afectado, necesita que vaya con ellas y me cerciore de que entran a algún lugar, que no usan la artimaña para colarse y, por ejemplo, poner otra bomba, o afanarse un cuerpo. Y aclara que las personas como yo somos las que cambiamos el mundo. Pienso que no es necesaria tanta demagogia para una misión tan pelotuda, pero acepto mi destino con entusiasmo con tal de estar más cerca de la Zona Cero, no sé si por curiosidad, morbo, altruismo, o inercia: atraído por el agujero negro que abrió la bomba.
En ése ir y venir a las direcciones de los documentos de la gente, me fui cruzando a otro personaje de historieta: la Cristiana. Una pendeja tan loca como yo, que creo que también estuvo haciendo Cordón al principio, y ahora servía café, su rol le daba chapa para llegar hasta la Carpa de los Médicos, en la esquina del quilombo. Y repetía a quien quisiera escucharla que para ella ser cristiano era ayudar sin importar la religión de las personas, y que por eso la habían apodado temporalmente así. Yo también era cristiano, pero para mí la cuestión era ni siquiera preguntarse nunca cuál era la religión del otro. Poder charlar, tomar unos mates, o cagar bien a trompadas a cualquier prójimo sin importar al templo que fuera los fines de semana.
No me acuerdo ni un solo rostro de los que acompañé esa noche, excepto el de un viejo que decía no tener documentos encima, pero por estar en silla de ruedas y usar kipá lo dejaron pasar. Nos mintió a todos: quería ver. Le dije que en la esquina había otro Cordón que era imposible cruzar, tenía aire mandón pero el que manejaba la silla entre los escombros era yo, así que lo acerqué a otra salida. Me indignó un poco que por su motivación personal, entendible o inconfesable, nos hiciera perder el tiempo a todos abusando de su discapacidad.
Después la Cristiana me pasó la posta antes de irse. Le llevé café a los ex-compañeros del Cordón. Estuve en la famosa Carpa de los Médicos que tenía de todo menos médicos. En esa esquina algunas personas hacían cola para recibir un casco y marchar a la batalla.
De golpe me reclutaron junto a otros para un operativo comando: llevar tubos de oxígeno de acá hasta allá. Agarré mi tubo y los seguí. Hasta allá era la zona de combate, un depósito de campaña en el primer edificio a la izquierda de la AMIA, pasamos el Cordón Prohibido y trotamos con los tubos esquivando mucho cablerío grueso en la calle. Frente a la montaña de escombros había máquinas para iluminar o levantar pedazos de concreto. La Zona Cero era un hormiguero de gente. Mucho ruido a motor de grupo electrógeno y luz bien blanca de reflector, no tuve tiempo de mirar mucho. Vaya a saber de qué la jugaría ese edificio en la vida normal pero ahora era una base logística de emergencia. Un largo pasillo lleno y organizado, de insumos médicos y de rescate. Nos ofrecimos para trabajar allí pero tenían personal suficiente o especializado y volvimos a la Carpa de los Médicos.
Seguí con el café. Llegué a otra carpa que estaba a la vuelta, de la Cruz Roja. Ahí comí algo y me ofrecieron un catre de campaña un rato, me acosté pero no pude dormir y al levantarme ya amanecía. Tenía que volver al trabajo, a los chupetes, pero antes de salir del perímetro encontré basureros juntando vidrios rotos por la explosión. Por uno de esos misterios de la historia, levanté algunos cristales rotos sin tener la menor idea del simbolismo que eso podía tener en mi familia, y ayudé a juntarlos.
La segunda noche arranqué en el escalafón que había quedado: con el café. No recuerdo cómo superé el Cordón Primario, supongo que estaría el cana de bigotes todavía, convenciendo a todos de que podían cambiar el mundo.
Hasta que me pudrí y me puse en la cola, a ver qué pasaba. Lo que pasó fue que me dieron un casco, una palmada en el hombro y marché a la batalla.
Los bomberos hacen simulacros, los soldados entrenan, pero la guerra se parece muy poco a esa gimnasia. Nada te puede preparar para eso. Al salir tenés la mirada cambiada. Entramos con apuro y solemnidad. Por la adrenalina tuve poca visión periférica, así que sólo recuerdo ver el grupo de  cascos avanzando.
La última persona viva había salido la noche anterior, pero entramos con ánimo de rescatar gente.
Nos asignaron una zona en la montaña de escombros. El ruido de las máquinas hacía que hubiese que gritar para comunicarse. Los reflectores hacían que la escena fuese en blanco y negro.
El trabajo consistía en llenar baldes de escombros a mano, con o sin guantes y a veces con guantes de latex que se desgarraban enseguida. Había que hacerlo lo más rápido posible y pasarlos a la Cadena Humana que los vaciaba en un volquete, que era constantemente reemplazado. Nos dijeron que si encontrábamos cualquier papel había que gritar ¡bolsa! No preguntamos nada. La adrenalina y la urgencia de pensar que todavía podía haber gente ahí abajo hacía que trabajásemos a muy buen ritmo sin sentir cansancio. Perfeccionábamos rápido la técnica y al poco tiempo éramos una máquina de excavar. No se podía usar excavadoras para no desgarrar cuerpos vivos ni muertos. Intervenía una máquina cuando aparecía un bloque de concreto imposible de levantar a mano.
A veces a alguien le parecía escuchar algo, se hacía una seña y las máquinas se apagaban, dejándonos a todos tensos como una cuerda, en un silencio y oscuridad sepulcral, ansiosos de escuchar, en un silencio doloroso, casi aguantando la respiración, y cada vez que se prendían las luces de nuevo se iba apagando la esperanza. Encontré un libro y grité ¡bolsa! Y enseguida apareció alguien con una bolsa negra para meter el libro. Así rescataron toda la documentación posible.
En la medida que los de la Cadena se iban reemplazando y viniendo a cavar, nosotros nos acercábamos a la Cadena de la que terminamos formando parte. Horas pasando baldes, horas cavando y parecía que el tiempo no pasaba. En la punta de la Cadena el trabajo era intenso porque había que vaciar los baldes en el volquete a velocidad ridícula. Recuerdo ése puesto como el más agotador. El cuerpo por momentos pedía parar pero se seguía.
Cuando había vuelto a cavar de golpe empezó a aparecer un mueble. Era un escritorio. Se pasó el aviso a los bomberos por la posibilidad de que apareciese un cuerpo. Lo que apareció a continuación nos impactó: un táper[2] con una vianda de comida, como el que usamos cualquiera de los vivos, en lo cotidiano. Ese táper nos recordaba silenciosamente que la gente ahí abajo tenía una vida, una rutina, seres queridos, no eran un número en un noticiero. Comían, reían y puteaban. Como vos, como todos. Podemos ir a trabajar un día y no volver. A los pocos minutos encontré un muñequito con un cartelito que decía “te extrañamos” y lo guardé en el bolsillo con la esperanza de poder devolverlo a un familiar. Sacamos el escritorio y empezamos a cavar más despacio. Finalmente un compañero comenzó a desenterrar a un ser humano y nos detuvimos. Nos corrimos para dar paso a los bomberos. Cuando lo desenterraron quedamos un momento a su alrededor como en un primer ritual de despedida, era joven. Luego vi en el diario que se llamaba Agustín Lew, y tenía 21 años. Hace poco leí una reseña de su vida en la estación Pasteur del subte: le gustaba viajar, tal vez por eso las personas del muñequito lo extrañaban. Esa noche se encontraron 2 cuerpos más, que más tarde vimos: una mujer y un hombre de 45 años, los bajaron en frazadas desde atrás. La montaña de escombros se iba elevando hacia la parte de atrás del edificio, nosotros estábamos en la parte más baja, que era adelante del edificio, mirándolo de frente a la derecha. Llegó una bolsa para cadáveres, lo envolvieron con cuidado y se lo llevaron.
Luego de eso recuerdo poco. En un momento la grúa hacía esfuerzos para llevarse un gran pedazo de concreto, el bombero que le pasó la cadena para engancharlo casi pierde el equilibro y lo sostuve del cinto hasta que se estabilizó.
La noche siguiente llegaron soldados de Israel, con los perros de rescate. Verlos circulando entre los escombros hizo que Buenos Aires pareciera Beirut. Esa noche, la tercera, cuando empezó a clarear, estaba cansado, y pensé en tomar un café en un puesto del Ejército de Salvación que habían instalado recientemente al lado de la Zona Cero, pero decidí seguir un poco más. Apareció un muchacho con una lista y me preguntó si era de la DAIA, le dije que no, me dijo que iba a entrar un relevo de la DAIA, que después podía volver a entrar. Tomé el café, esperé, pero me pareció que, naturalmente, estaban desplazando a los voluntarios anónimos y me fui.
Al llegar a mi barrio, después de 3 días, no podía creer que el mundo siguiera girando como si nada. Lo irreal era mi barrio. Una amiga me esperaba en casa, y a mí me importaba todo básicamente un carajo.


























[1] De hecho una hora de vuelo costaba 20 horas de trabajo. Cobraba 400 pesos y me alcanzaba para 8 horas de vuelo al mes. Igualmente pasábamos todo el fin de semana en el aeropuerto con otros alumnos fanáticos, tomábamos mate, lavábamos aviones, aprendíamos cosas de algún viejo piloto.
[2] En inglés Tupper por la marca Tupperware, por ser la marca más popular en Argentina de envases herméticos de plástico se utiliza éste término para nombrar los envases de todas las marcas.


jueves, noviembre 12, 2015

Los hermanos sean unidos..

Año 1963. En Cuba hacía poco había triunfado la revolución, los yankis ya metían sus patitas en Vietnam y la Argentina estaba bajo el régimen dictatorial de Guido.
Pero en un pueblito de la provincia de Misiones todo eso importaba poco. La línea entre lo que era ley y lo que no, la dibujaba un sargento primero, Dionisio, que tampoco era que fuera así que digamos un policía de alma, más bien se metió ahí porque lo convenció un familiar y ahora, frente al mal, se sentía bastante solo.
Había bailes en el pueblo que a veces terminaban de la peor manera. El malevo más blandito te clavaba primero la mirada y te remataba con el facón, haciendo dibujos grotescos en tu cuello, tu costado o directo a la tripa. También estaban, por supuesto, los que vivían con el fierro en la cintura. El cowboy más duro del lejano oeste habría sido una señorita en pantimedias en cualquier pueblito de acá. Ningún te reto a duelo ni que ocho cuartos, desenfundá a ver quién es más macho, carajo.
Por eso Dionisio necesitaba un aliado. Sólo no podía. Pasó por su cabeza al pueblo entero y no podía confiar en nadie. El hijo mayor que le quedaba tenía 13, le enseñó a usar la PAM, una ametralladora calibre 9 mm parabellum que se fabricaba en el país*, y le dijo:
Vas a ver que muchos vienen a verme armados, vos tranquilo, no hagás nada; pero si ves que se llevan la mano al cinto vos barré… yo después me arreglo.
El niño repasaba cómo poner bala en recámara, sacar el seguro y pam pam pam, disparar en su mente. Pusieron la ametralladora en una bolsa y cayeron en el baile.
Como cualquier hijo, en la primera misión dictada por su padre, quería hacer todo bien, así que no le sacaba los ojos de encima a los que se acercaban; estaba atento al más mínimo gesto, sin perder de vista manos y armas.
Su padre le sonreiría cada tanto, cuando lo veía demasiado serio o porque estaría orgulloso.
Las misiones se sucedieron y nunca tuvo que sacar la PAM de la bolsa, pero una vuelta los padres tuvieron que viajar a la ciudad y el niño mayor, Gabriel, quedaba a cargo.
Si de noche alguien pone la mano en el picaporte, vos barré.
La primera noche ladraron los perros. Eso era raro.
Eran comunes los ladrones de ocasión en el campo, sabrían que los padres no estaban y estarían tanteando el terreno.
La segunda noche los perros volvieron a ladrar y después se callaron. Quizás les tiraron un cacho de carne, pero Gabriel se puso detrás de la puerta, al final del pasillo y esperó, con su ametralladora, fija la mirada en la puerta.


Cuando vio que el picaporte se empezaba a mover el corazón se desesperó aunque la mano mantuvo la calma: click CLACK, puso bala en recámara; tic, sacó el seguro y PAM PAM PAM, barrió.
Vació el cargador sobre la puerta que salió disparada. El corazón todavía le galopaba y le silbaban los oídos, todo era humo en el pasillo. Se asomó a la puerta y no había nadie. Probablemente cuando escucharon el sonido metálico se corrieron y cuando sonaron los tiros volaron para no volver nunca más.
Con los Ponce no se jode.

Cuando Dionisio volvió, su hijo le explicó lo que había pasado con la puerta. Padre le dijo que había actuado bien, que había defendido a sus hermanos. Probablemente pensó que su hijo ya no era un niño, que toda vez que uno demuestra que está dispuesto a defender a los suyos se convierte en hombre.


Con o sin ametralladora, esta costumbre, de defender a los hermanos frente a cualquier amenaza, aún hoy se mantiene en la familia.




 *Los técnicos de nuestra fábrica militar tardaron apenas una semana en copiar y mejorar un modelo extranjero, ya que por la Segunda Guerra se había limitado la importación y había que hacerla acá.


jueves, octubre 22, 2015

Pioneros

Imaginate un pionero*en el medio de la nada, donde todavía no hay calles, construyendo una casa como si fuera un Arca. Viene del otro lado del océano. Y no sabe que en unos años su tierra va a entrar en Guerra, y cuando pierda, su país va a cambiar de nombre y de dueño, y pocos años después otra Guerra grande y nefasta, y esta vez a su pueblo entero lo van a echar, a punta de fusil, junto a otros pueblos y ciudades, o cualquier cosa viviente o cartel que hable alemán. Y las lápidas de los muertos alemanes, que se usen para hacer caminos. Muchos morirán caminando, como tantos otros refugiados de la historia. Dentro de poco va a ser el fin del mundo de su infancia.
No lo sabe pero construye, tranquilo, tal vez silba o canta, antiguas canciones de su pueblo. No ve las nubes de tormenta pero las intuye, o le gusta la aventura, o es un soñador, y cree en lo que no ve. Por eso construye en la nada, en un país desconocido que todavía no tiene 100 años.
Ese tipo es mi bisabuelo.

Un día de 1909 visita el zoológico de Buenos Aires y se saca una foto. Sale sólo en la foto, “tu bisabuelo fue el primero” me contó la tía abuela Margit. Le manda la postal a su liebe (amada) Marie. La bisabuela.
A los 2 años va al puerto a recibir a Franz, un hermano de Marie, y seguro a alguno más. Juntos fundan para 1913 una escuelita, la Bismarck Schule, y eligen como escudo una hoja de roble y una de trébol. Lo grande, eterno, y lo pequeño, cotidiano. Lo fundan con la idea de los vereine volkisch, centros culturales austríacos: que no se pierda el idioma y sobreviva la cultura alemana. 
Cuando estaba por empezar la mejor parte, cuando faltaría poco para mandar a llamar a las mujeres y fundar sus familias en paz, estalló la guerra. Años después nos cuenta Martín Lange en su libro Historia de Ballester, que entre los alemanes que vivían en Ballester ninguno dudó ni tuvo miedo: había que defender la patria. El puerto de Buenos Aires vio partir a la mayoría como habían llegado.
En los documentales sobre la Primera Guerra Mundial se ven muertos desmembrados en las trincheras, embarrados. Espectros con máscaras antigás. Gran laboratorio de armas nuevas. Cañones gruesos disparando perpetuamente. Paisajes de pesadilla con los cadáveres lúgubres de los árboles. Cuando se habla de los heridos de la guerra, te muestran las prótesis de cara para los que quedaron como mounstros, las prótesis de brazos y piernas, y te hablan de los que no les sirve ninguna prótesis: los locos de la guerra, que no pueden quitarse el tembleque, tienen la mirada perdida para siempre, se hamacan. Uno de esos locos sorprende a la ciencia: ya no entiende las palabras, salvo el grito de: bomba! para refugiarse debajo de una mesa.
Franz y Robert sobrevivieron a la locura y a la muerte, pero el fantasma del hambre se cierne sobre Europa, y se ensaña con los vencidos. Les dijeron que la tierra que pisaban ya no era Austria sino Checoslovaquia. Pero para alguien que habla alemán desde la cuna, el suelo que pisa siempre es alemán. Habrá visto, tal vez, que le ponían nuevo nombre a su pueblo, con otro idioma que empezaba a ser obligatorio aprender. Y no quieren que los obliguen a nada, si tienen que aprender un nuevo idioma, quieren elegirlo ellos. Llegan rumores de revueltas alemanas en la ciudad, brutalmente reprimidas.
Cuando las esperanzas de futuro se escurrían, fueron tercos, y obligaron a la vida a parirles varios hijos. Permanecieron todavía 4 años, quizás juntando el dinero para viajar, apagando incendios en el paisaje que los vio crecer, manteniendo a raya a los checos, convenciendo a los paisanos de subir al Arca y cruzar el océano porque esta lluvia no va a parar, y puede venir tormenta.
Para 1922 mi bisabuelo, Robert Schottenheim, decide que ya es tiempo, despide con un hasta siempre a los que se quedarán y al monolito ancestral de su pueblo, con un hasta luego a los que se sumarán luego y el 26 de mayo embarca con su liebe Marie, y sus hijos Willi, mi abuelo, que en ése momento tenía 7 años, Credi y Fritz en el vapor Antonio Delfino desde el puerto de Hamburgo hacia la hogar que los esperaba en Argentinien.
Fue una buena idea. Con el tiempo lo que no murió de hambre lo mató el odio racial, o se sumergió en el olvido. Los checos los expulsaron y no tuvieron la misma tozudez y voluntad  para vivir en un paisaje difícil. Les quitaron la tierra para no usarla. Hoy el pueblo de mis abuelos es casi un pueblo fantasma, la mayoría son casas de fin de semana. El monolito ancestral sigue allí, como mojón o testigo de una antigua presencia.

Como buen padre, no le gustaría contarles cosas feas a sus hijos, y algunos de ellos nunca se enteraron de que vistió uniforme de francotirador, y recibió una Cruz de Hierro por su servicio como personal sanitario. Eso nos lo cuenta sólo un cuadro que pinta luego un compañero de armas para agradecerle por haberlo ayudado a escapar a la Argentina. Desde el cuadro el bisabuelo tiene los ojos cansados y le sangra una mejilla, el rifle listo pero no apuntando y un perro al lado con un botiquín en el lomo. Es zona alpina así que suponemos que es la frontera con Italia, pero nunca sabremos, porque Robert elige el silencio para nombrar la Guerra, y prefiere pensar en construir.
Como ingeniero trabaja en la firma Alemana de electricidad AEG y construye la usina de la base naval puerto Belgrano, una usina subterránea para resistir bombardeos, de la que todavía se ven brotar las chimeneas. Chimeneas que años después verá su nieto Jorge, cuando parta de esa base en el crucero ARA General Belgrano hacia la Guerra de Malvinas. Y, terco como su abuelo, se empeñará en sobrevivir.
Se sumaron nuevos vecinos, y reconstruyeron en otra calle la Bismarck Schule, esta vez más grande, que con el tiempo crecerá como un roble y será el Instituto Ballester.
Fundaron la Sociedad Coral Alemana, que todavía canta frente a la plaza Mitre. “Se juntaban todo el tiempo, a cantar y chupar” me contó el tío Roberto. Ninguna dificultad les quitaba las ganas de disfrutar la vida. Hoja de trébol, lo pequeño y cotidiano. 
Fundaron el Club Alemán (la Sociedad Alemana de Gimnasia). Todavía recuerdo los goulash con spraetzle del comedor de la sede de Olivos, y ver reunirse todos los años a los veteranos del Graff Spee. A cantar y chupar. 
También me contó Margit, que los domingos salía a caminar, por lo menos hasta lo de su sobrino, a kilómetro y medio campo traviesa. Se juntaban en lo de los Rubarth a jugar al tejo, y en lo de los Lange a jugar al skat, un juego de cartas alemán parecido al truco. Willi Lange, el hijo del histórico director del Instituto Ballester, se escondía en la escalera porque ya lo habían mandado a dormir, y recuerda que los veía llegar todos empilchados, tratándose rigurosamente de usted. 
Durante la crisis del 30' organizan una colonia de vacaciones en Atalaya para poder solventar los gastos del colegio. 

El horror de la Guerra no pudo extinguir la llama aquella vez, ni todas las otras en que lo intentó. La tormenta  se desata de nuevo sobre Europa, y cerca del final la Argentina, presionada por EEUU, le declara la guerra a Alemania y les expropian todo lo que habían construido como “propiedad enemiga”. Tienen que enseñar alemán en las casas, clandestinamente. Luego les devuelven los edificios, pero eligen vender algunos y construir otros más grandes. En el 55’ un golpe de Estado desplaza a Perón y otra vez se ensañan con los alemanes. 
No conviene. No sirve. No van a dejar de sembrar por mucho que les arranquen la planta. Y cada vez crece más fuerte. Con anticuerpos. Los golpes no destruyen, templan como a una espada.

Hoy el Instituto Ballester y la Sociedad Alemana de Gimnasia son reconocidos mundialmente y abrieron más sedes. La Sociedad Coral nunca dejó de cantar.


Pienso en el bisabuelo construyendo en la nada, creyendo en lo invisible y decidiendo que estas tierras eran un buen lugar para que crecieran sus hijos, los hijos de sus hijos y, salvando las enormes distancias (no estuve en guerra ni construí tanto), no puedo evitar recordarme machete en mano, desmontando, y queriendo convencer a la futura madre de mis hijos de que el terreno donde solo había monte, mosquitos por kilo y alguna víbora, en el delta, en el medio de la nada, era buen lugar para que crecieran los nuestros. 

Sangre pionera. Cabeza dura…o un poco loca.


*El primer viaje de Robert Schottenheim fue el 12 de Abril de 1908, a los 24 años, en el vapor König Friedrich August, partiendo de Hamburgo. Declaró nacionalidad austríaca, ingeniero, soltero, lugar de residencia: Carlsbad (en el segundo viaje en 1922 ya están casados, declaran nacionalidad checa, lugar de residencia: Robert declara Argentina, y Marie y los chicos: Steingrün, hoy Kamenné, cerca de Medenec)





viernes, septiembre 04, 2015

A través del fuego


El país podía prenderse fuego que si estabas en el seminario (estudiando para cura) ni te enterabas. Así fue en el 2001. Inclusive él salió de noche sin documentos, habiendo toque de queda, y cuando lo paró la cana mostró el cuellito de cura y poco más le piden perdón por pararlo. Igual, vos podías estar en una burbuja pero tu familia seguía inmersa en el mundo, sufriendo.
Atendió el teléfono
- Parroquia Niño Jesús de Praga.
- Qué bueno que te encuentro hermanito, estoy en el laburo, viste los quilombos que hay en capital? bueno, mataron un pibe acá en la puerta y no nos dejan salir si no nos vienen a buscar, el viejo me está esperando en el Tortoni para acompañarme pero no le puedo avisar que no puedo salir (en esa época no todos tenían celular) podés venirme a buscar?
- Recordame la dirección de tu laburo
- Av de mayo 560
- Dale, tengo un rato de viaje, pero voy

El padre Jaime puso cara de culo cuando le avisó que iba a buscar a su hermana porque habían matado a alguien en la puerta de su trabajo, en el medio de las manifestaciones. No fue porque le preocupara la situación de su hermana, del país, o de su seminarista, que eran pocos y no podían darse el lujo de perder uno, sino porque había que ir a buscar las tarjetas de navidad a la imprenta, y el seminarista se había comprometido a hacerlo esa tarde. El rostro insensible de la Iglesia. Colando mosquitos y tragándose camellos. Pelotudeando con la Navidad cuando medio país se cagaba de hambre en pesebres. Fue a buscar las benditas tarjetas con la bicicleta, y por la furia con la que pedaleaba arriesgó su vida entre los autos un par de veces. Al volver tiró la bicicleta a un costado sin atarla y las tarjetas al escritorio de una secretaria que quedó bastante sorprendida de semejante actitud de un hombre de Dios, y voló hasta el tren.
Fue mirando en la guía como llegar, pasó del tren al colectivo y cuando vio que las calles cercanas estaban cortadas y el bondi desviaba se bajó.

Mucha gente caminaba con él en una escena apocalíptica, pero todos fueron desapareciendo cuando el olor a humo se hacía más intenso y se escuchaban los tiros de gas lacrimógeno, de balas de goma y alguna que otra bala de plomo para recordar otras épocas. Siguió caminando por una calle vacía. No conocía capital y venía de la burbuja religiosa por lo que no sabía por dónde le convenía ir ni donde pasaba lo peor, así que había decidido ir derecho a buscar a su hermana por la lógica que dictaba el mapa, atravesando lo que hubiese que atravesar. Confiaba en que una decisión fuera suficiente para atravesar el fuego. Se cerró el cuellito de cura como si fuera un chaleco antibalas, o un pasaporte.
En la calle siguiente fue avanzando con unos policías que estaban en actitud de combate, disparando y parapetándose, avanzando. Caminó por un costado junto a ellos y se preocupó un poco cuando los vio recular con cierto cagazo en el rostro. Un cana de bigote canoso cubría la retirada con gas lacrimógeno.  Miró hacia adelante y vio a los muchachos en cuero con las remeras protegiéndoles la boca del gas tirando cascotes bastante importantes que hacían retumbar el asfalto. Había una línea invisible de supremacía que estaba haciendo retroceder a la cana y estaba en medio de los dos bandos. Él tenía que doblar en esa esquina. No corrió para que no lo confundan con ninguno de los bandos, pero aceleró un poco el paso porque la línea de fuego de los cascotes se acercaba a la esquina y no quería retroceder, tenía sólo un recorrido en la cabeza y no le parecía buena idea volver a mirar el mapa. Dobló cuando la esquina era tomada por el pueblo.
Caminó un par de cuadras por calles vacías pero tensas, con ruidos y olor a guerra, a bombardeo. Se topó con un cordón policial.
- No puede pasar
- Voy a buscar a mi hermana y salgo- dijo esto pasando por un costado, mostrando las manos, sin detenerse
- No lo van a dejar pasar más adelante.
Poco después apareció por un costado de la Plaza de Mayo, cerca de la casa Rosada. Hacia el obelisco la batalla era intensa y el cordón policial esta vez era de infantería, con cascos y escudos. Uno le gritó que no podía pasar pero repitió que iba a buscar a su hermana y tenía que pasar, señaló su cuello de cura y aprovechó que al cana se le llenó el culo de preguntas para pasar. Sin el pasaporte tal vez lo hubiesen molido a palos y todavía estaría preso.
Y atravesó la Plaza de la Revolución, la Plaza donde los cabecitas negras se mojaron las patas en la fuente y los marinos los bombardeaban en el 55', la Plaza caminada por Madres de desaparecidos. Atravesó la historia entrando por la puerta de atrás. No era protagonista sino testigo. No era de ningún bando como sus padres o su tío en los 70', sino que representaba la tibieza eclesial, que finge no ponerse a favor de nadie pero miente y esta bien acovachada allá, con el poder.
Gramsci dice que el Estado no es represor siempre, sino cuando demasiados despertaron. Los canales más simpáticos de dominación son los medios y la escuela, pero si mucha gente se da cuenta y se rebela, el poder se enfurece, saca el bastón y se defiende como lo que siempre es: una bestia egoísta.
Saliendo de la plaza volvió la paz armada. Al doblar encontró algunas personas misteriosamente reunidas en la puerta de un banco. Uno lo enfrentó para analizar si era una amenaza a la operación pero cuando vio que era un transeúnte loco o un pelotudo, lo dejó pasar. Pisó un charco al pasar y sintió olor a nafta, más adelante se dio vuelta, y el banco ya estaba ardiendo. Mucho después entendería esa escena.

 Cuando llegó a la esquina de Avenida de Mayo escaneó posibles amenazas. Se notaba que había habido una batalla campal pero en ese momento había mengüado. Había que aprovechar antes que la cosa explote de nuevo.
Vió el charco de sangre en el medio de la calle. Sangre que bien podría haber sido de su hermana. Un tiempo despúes habría una placa recordando esa muerte. Algunos dijeron que el asesino fue un francotirador desde un banco, otros que fue un policía.
Golpeó la persiana, dijo que venía a buscar a María Aversa, y a los pocos minutos salió su hermana.
- Por qué calle nos conviene salir?- preguntó al portero
- Creo que por esa esquina.
Caminaron una cuadra y llegaron a una esquina llena de escombros en el piso, a media cuadra hacia la izquierda las hordas populares reclamaban aunque sea un pequeño espacio en el capitalismo neoliberal para poder trabajar y vivir. Su hermana se frenó a sacarse los tacos justo a tiempo: la multitud ahora corría hacia ellos con cara de horror al grito de viene una tanqueta! la agarró de la mano y empezaron a correr entre los escombros. Llegaron a una diagonal y escaneó: hacia un lado se veía fuego, hacia otro humo, y hacia el último colectivos pasando: corrieron hacia allí. Cuando llegaron parecía otra dimensión; la maquinaria en algún lado seguía funcionando como si nada. Paró un taxi, le pidió que la lleve a retiro, le dejó plata, un beso, y se fue a rescatar a padre que debía seguir esperando en el Tortoni, si el Tortoni no ardía ya. De vuelta a las fauces del quilombo.

El Tortoni estaba cerrado. Si padre había sobrevivido a los 70' habría encontrado la forma de salir a salvo, o estaría disfrutando en una barricada, hora de irse...pero lo sedujo un poco la batalla, la sangre tira y en lugar de ir hacia la paz fue hacia donde se veía más movimiento: la 9 de Julio. Desde una esquina vio una tanqueta dando vueltas, atacando, persiguiendo, y cómo un pigmeo le clavaba una rama para trabarle la cabina. La vio tratar de zafarse de la rama, como un animal herido y nervioso. Siguió caminando por la 9 de Julio, contemplando el infierno y al atravesar una bocacalle el pueblo retrocedía a su alrededor y un cana lo apuntaba con una escopeta y disparaba. El cuerpo se tensó de adrenalina cuando sintió la bala de goma rebotando por el cordón de la vereda y corrió con la gente y se refugió a un costado. Después se mandó hacia el boulevard del medio para no sentirse tan cagón y tratar de ocupar un puesto, tomar partido, en un bando donde  nadie lo conocía, heredar la lucha de otros cuando ya estaba madura y dando frutos, habiéndose ahorrado el laburo más duro, el de hormiga. Pero la realidad no tardó en expulsarlo de un lugar que no merecía. Cuando se unió a la masa, sobre ellos caían dos bombas lacrimógenas, esquivó la primera y pasó al lado de una chica con un pañuelo en el rostro que gritaba hijos de putaaa!!! la segunda bomba calló en diagonal hacia donde estaba avanzando, se apuró para esquivar el humo pero no pudo y sintió que le ardía la garganta, que le quemaban los pulmones y el aire que entraba no servía. Empezó a correr con otros hacia una calle lateral y al correr se ahogaba peor y le quemaba todo por dentro mucho más. Tampoco podía ver bien porque le ardía la vista y las lágrimas nublaban todo. Sintió que se ahogaba y pensó que no la contaba. La adrenalina del pánico lo bañó en transpiración, y en el sudor se pegaba el gas y le picaba. Tuvo arcadas y si hubiera tenido algo en el estómago lo hubiese vomitado, el gas lacrimógeno estaba vencido.
Suficiente Revolución para él...por ahora.
Cuando pudo volver a respirar fue bordeando el quilombo hacia Retiro, y en una calle tranquila, se metió en los regazos de la santa madre, una parroquia ajena a todo, en horario de secretaría, y se lavó la cara y los ojos para que el gas afloje un poco.
Nadie lo vió. Pero estuvo ahí.

miércoles, septiembre 02, 2015

Los Nuncios


Trabajaba con sus hermanos. Volver a verlos con vida siempre lo sorprendía. Desde el andamio todavía veían el sol cuando para toda Nápoles ya había atardecido. De golpe él se paraba. Sonreía a sus hermanos que no entendían qué hacía de pie. Les daba la espalda mirando al vacío, y daba un paso. La caída era infinita y le parecía escuchar a su alrededor los andamios cayendo una y otra vez. Despertaba empapado en sudor.
Luego de los velorios se subió a un andamio lo antes posible. Dicen que hay que montar rápidamente luego de una caída de caballo para no agarrarle miedo y él no tenía miedo. Pero con el dolor no pudo. Con el viento se colaba en su mente una carcajada antigua o el rostro sonriente de alguno de ellos, recordaba una mirada concentrada en el trabajo y perdía noción del tiempo hasta que alguien le gritaba “Nunzio! Estás bien? Querés bajar un rato?”. Por años habían restaurado Iglesias juntos, y no sólo era su oficio, allí había encontrado paz mucho tiempo, pero ahora entre las torres y los campanarios veía fantasmas y no había gárgola que pudiese espantarlos.
Fue cuando decidió poner mar de por medio y se vino a la Argentina.  Muchos compatriotas hacían lo mismo porque decían que acá sobraba la tierra y podrían ser dueños en poco tiempo, pero él lo hizo para escapar. No para olvidar. No quería olvidar a sus hermanos, al contrario, quería recordarlos mejor, sin dolor. En el mismo lugar no podía, allí los recuerdos dominaban y eran crueles. No es común hacer semejante viaje nada más que para poder recordar mejor a un hermano, pero era lo menos que podía hacer, ya que no los había podido salvar, ya que los había abandonado en las garras de la fuerza de gravedad, o era la única forma de escapar de la culpa. Cuando muere un ser querido, siempre nos faltó hacer algo, las tuercas nos acusan de no haberlas ajustado suficiente, el destino nos basurea por no ser adivinos. Hay que escapar para salvar el alma. Para sobrevivir ante una amenaza las respuestas son lucha o huida, si la amenaza es muy grande no es cobarde huir, es tonto luchar.
En Argentina se dejó llevar por la corriente, y como muchos paisanos se dedicaban a la pesca los siguió, y terminó en Mar del Plata. Las redes y el mar fueron devolviéndole la paz. Pocas personas se enteran de que con sus manos están tejiendo la historia y así fue en Mar del Plata. Los tanos fueron pioneros en esta actividad. Hoy día hay un monumento a los primeros pescadores de Mar del Plata, y en él hay una parte del dolor de mi bisabuelo, que todavía lloraría a sus hermanos sobre el mar cuando la luz del atardecer o algún otro detalle los trajese de visita. 
Nadie hubiese esperado otra Guerra, tan pronto. Y sus paisanos estaban preocupados por los hermanos que habían quedado allá, a merced de las bombas. Él entendía la impotencia de no poder hacer nada para salvar a un hermano, así que hizo lo que pudo por sus paisanos. Era uno de los pocos que sabían leer. Todas las tardes se encerraba con la radio y un gran mapa de Italia. Escuchaba el parte de los bombardeos y marcaba en el mapa los pueblos afectados, las zonas cercanas y la gravedad de los daños relatados por el locutor. No quería que nadie lo molestara mientras hacía eso, por lo que todos tenían la entrada absolutamente prohibida salvo su nieto: Nuncio, mi viejo, que en ese momento tendría 4 o 5 años pero recuerda mirar con asombro a su abuelo concentrado en la radio y el mapa. Trataba de asomarse a la mesa para ver, pero no molestaba porque entendía que eso era importante aunque no pudiese ni imaginar lo que era una guerra. Por lo menos hasta los 15 años en que vería caer bombas sobre la Plaza de Mayo y escaparía por las arcadas de Paseo Colón.

Cuando terminaba la transmisión, su abuelo agarraba el mapa y se acercaba a la puerta, donde los tanos se agolpaban para enterarse de las novedades y el viejo los veía, entre las piernas de su abuelo, escuchar atentos, expectantes, preocupados, al hombre que sabía de reconstruir templos y de perder hermanos, contarles dónde había caído esta vez la maldita lluvia de fuego.

sábado, agosto 08, 2015

Latacunga

La guía del museo pareció dudar, volvió a mirar a la parejita de argentinos y decidió contar, se detuvo en el descanso de la escalera, les explicó que en ese lugar los jesuitas tenían antiguamente una capilla pero que con las remodelaciones era difícil imaginarla, excepto por la imagen de la virgen que quedó, medio escondida, en la pared. Si no te la señalaban subías la escalera sin verla. La pintura tenía algo extraño. Empezó a explicar que era la imagen de la Virgen de Monserrat, por eso los antiguos molinos de los jesuitas se llamaban con el mismo nombre, los molinos de Monserrat. La Virgen tenía en su regazo a dos niños Jesús. Miles de devotos del Código Da Vinci peregrinarían a ver al gemelo de Jesús sino fuera porque el motivo de los dos niños pintados allí era muy otro. Cuando los jesuitas fueron expulsados de América, por el 1700, para poder explotar y/o matar libremente a los indios que ellos defendían, los dominicos se hicieron cargo del molino de monserrat y pintaron encima su propia imagen de la Virgen: le aclararon un poco la piel, los jesuitas la habían hecho más bien morena. Y le pintaron otro niño encima, con su propia concepción de Jesús. Si observábamos bien, decía la guía, uno de los niños tiene en su mano un antiguo serrucho de carpintero, recordando los humildes orígenes de Jesús, y el otro sostiene una bocha que representa el mundo, entendiendo a Jesús como amo y señor del mundo.
El argentino recuerda que su padre hablaba maravillas de los jesuitas, tal vez porque las reducciones fueron el único experimento comunista que funcionó, eran una mezcla perfecta de ideas,  en ellas los indios respetaban gran parte de sus costumbres y organización social, los jesuitas no los dominaban sino les compartían conocimientos que podían ser útiles: leer y escribir, nuevas técnicas para perfeccionar las obras de arte que ya sabían hacer, componer música,  aprender a fundir y usar cañones para defenderse de los bandeirantes que querían llevarlos como esclavos. Vivían y empleaban los bienes en común, no hacía falta la propiedad privada, comunistas como los primeros cristianos. Tal vez ese también fue uno de los motivos de su destrucción. En labios de su padre los pelotudos de los dominicos y los franciscanos, nunca hicieron un carajo por los indios, eran pusilánimes. Por lo cual ya intuía cuál niño correspondería a cada orden pero quiso comprobar y preguntó.
La guía respondió que creían que el Jesús humilde había sido hecho por los jesuitas y el que era símbolo de dominio mundial por los dominicos. Ella misma, con esa duda, había recorrido templos dominicos y lo había visto con la misma pelota ridícula en las manos. Sus ojos también reflejaban algo de simpatía por los jesuitas, aunque algo decía en su mirada que ella no creía en la divinidad de ese niño, parecía tener respeto por aquellos curas idealistas.
Continuando con la visita los llevó hacia una puerta que conectaba con el exterior, la abrió y les explicó que de la mitad hacia abajo ese edificio estaba construido de piedra y hacia arriba de piedra volcánica, más liviana y aunque es llamada despectivamente cascajo, es muy resistente, de hecho dijo que ése era uno de los únicos edificios en el pueblo que había resistido las erupciones del volcán Cotopaxi. Los argentinos recordaron algo que comentara el taxista y le preguntaron si el volcán se estaba activando.
-          Sí, el volcán está despierto, puede ocurrir en horas o en…oh, más turistas -desde esa puerta exterior se vio llegar a 3 gringos- si no tienen inconvenientes los unimos a la visita, continuamos por donde estamos y luego a ellos los llevo a ver lo primero.
-          Ningún problema, no tenemos apuro.
Se notaba que el museo funcionaba con muy pocos recursos, era un pueblo chico y poco turístico, se empleaba más bien como lugar de paso, sus diez hoteles estaban vacíos la mayor parte del año llenándose sólo  los miércoles a la noche para ir el jueves a primera hora al mercado famoso de uno de los pueblos cercanos, o durante las fiestas de la Mamá Negra, dos días al año. Ellos encontraron el hotel vacío porque no iban al mercado de los jueves, ni estaban cerca de los días en que la Mamá Negra bailaba por las calles. Que estuvieran ahí era fruto de un par de casualidades o fiebres que, estando de viaje pueden ser la misma angina de siempre o una malaria desconocida y mortal: Carolina se había repuesto bien con antibióticos, pero su hermana ahora hacía reposo en un hotel de Latacunga mientras ellos trataban de aprovechar haber caído en ese pueblo desconocido, y estar de vacaciones. Al llegar al museo encontraron un laberinto de piedra por donde circularía el agua y las dos primeras puertas que abrieron estaban cerradas. No habían planeado ese pueblo asi que entrar a ese museo les daba básicamente lo mismo, pero gracias a Dios o a los fantasmas jesuitas insistieron porque encontraron la mejor guía de museos de le que tengan memoria. Ahora lo vacío del pueblo y del museo les parecía un escenario de huida: el volcán estaba activo, todos habían huido o se habían escondido. Lo único que podía ayudarlos a imaginarse una erupción volcánica eran dibujos de viejos manuales del colegio o peliculas ochentosas de cine catástrofe, estaban fritos, pero si morían sería culturalmente: visitando un museo.  

En contacto con los objetos indígenas, la guía fue transformándose. O por lo informal del museo o porque los objetos eran de su pueblo, los descolgaba para mostrarlos y mostrar cómo se usaban. A veces se confundía, o no, y hablaba en primera persona, se le escapaba un nosotros. Probablemente los gringos no notaron esas inflexiones del lenguaje, pero nosotros sí, nos dimos cuenta que ella era sobreviviente de los pueblos diezmados y que nos mostraba su cultura, su historia, objetos con los que comían sus abuelos o jugaban sus tíos. Era como si nos paseara por su casa, una casa de cientos de años y de espíritus. Fue una visita mágica, los objetos, habitualmente muertos en los museos, en sus manos cobraban vida. Nos explicó con ternura cómo cocían los tejidos con paciencia infinita..hoy esa paciencia no existe más: nadie se tomaría tanto tiempo en hacer un hilado tan fino, sería imposible ponerle precio a tanto tiempo y cariño puesto en una prenda. Nos explicó cómo jugaban con una especie de pelota paleta muy pesados, que el gringo quería también sostener pero a ella le costaba compartirle. Sabía que esas culturas no juegan juntas. Nos explicó el ritual de la Mamá negra y, con picardía en la mirada,  cómo su pueblo supo camuflar sabiamente sus creencias entre las creencias de los blancos, mezclando sus símbolos con los de los católicos para no levantar sospechas, pero haciéndole pito catalán a los censores pontificios y adorando lo mismo de siempre.
No me dí cuenta, yo también cambié al nosotros. Empecé el relato hablando de unos argentinos que somos mi compañera y yo. Incluso nombre a Carolina, me presento, yo soy Juan, la chica con fiebre en el hotel es Celeste, la hermana de Carolina. Eso provocó esta guía que prefería que no le saquen fotos y de quien es mejor que no hayamos preguntando el nombre porque era su pueblo entero: que vivamos la historia en primera persona. Incluso le hizo una limpia a Carolina. Explicando algo del ritual de la Mamá Negra, mostró las máscaras que se usaban y tomando uno de los bastones que usan los chamanes invitó a mi mujer a ponerse delante y entonó un cántico ritual usando el bastón alrededor de Carolina invocando los espíritus de los volcanes, teniendo buenos deseos sobre ella.

La visita tuvo que terminar abruptamente porque vinieron a buscarla. El museo funcionaba en una Casa de la Cultura, asi que tenían una actividad intercultural en otro lado y ya era hora de irse. O tal vez escaparan de la erupción del volcán y no querían alarmarnos. Volvimos a la calle transformados, y veíamos en todos lados las huellas de lo antiguo, y lo nuevo chocaba, no encajaba. Nos refugiamos en una Iglesia donde todo seguía siendo como antes, y casi imaginamos a algunos indios sentados entre la gente. El cura que apareció de golpe tenía rasgos indígenas muy marcados, y empezaron a rezar pidiendo algo al volcán. La Iglesia parecía un barco antiguo dirigiéndose a una tormenta, pidiendo al mar que les respete la vida.

Salimos antes de que terminara el rosario por si cerraba temprano la farmacia, había que comprar remedios para Celeste. Igualmente Carolina estaba protegida por la limpia, y si igualmente el volcán se enfurecía esa noche sabíamos cual era el lugar más seguro de la ciudad, la sabiduría jesuita a pocas cuadras del hotel. A veces de los pueblos y etcéteras de los que menos esperás es donde más experiencias y etcéteras encontrás.

miércoles, agosto 05, 2015

Museo Abya Yala- Quito


En algún lugar de la selva y el tiempo, el anciano de la tribu shuar se acerca al nuevo guerrero, que espera junto a la olla que hierve agitada su contenido morboso. Un cráneo sanguinoliento yace al costado, ya sin espíritu. 
-Ya es tiempo- dice en dialecto.
El guerrero saca con un palo ahorquillado la piel de la cabeza que mató hace apenas un rato. Todavía recuerda el sonido burbujeante de la primera garganta que cortó, y cómo cabalgaba su corazón del miedo. Mentalmente repite las enseñanzas del chamán que debe recordar: las plantas que debe elegir para mezclar con el agua, las piedras adecuadas para secar y dar forma, las fibras para coser. Quiere impresionar al anciano recordando todo a la primera. Le tiembla el pulso: de pequeño miraba con admiración las cabezas colgando de los guerreros y no puede creer que esa cabeza sea suya, ansía exhibirla frente a sus amigos. 
Deposita la cabeza que ya mide la mitad de una cabeza normal, sobre unas hojas de palma. El anciano observa con atención esperando  que el humo del vapor se disipe. Le costó mucho separarla del cráneo y casi lo arruina todo al apurarse. El chamán lo retó por coser con una sonrisa, le dijo que no tenía que alegrarse nunca más al hacer eso, que si lo hacía mal Mesak, el espíritu vengativo de su víctima, escaparía y atacaría a su familia. El vapor se disipa, el anciano toma la cabeza con cuidado murmurando algo antes de dar su veredicto. El joven guerrero siente que su corazón se detiene. Si el viejo dice que está mal tendrá que matar de nuevo y la idea por el momento le aterra. Quiere gozar su victoria un tiempo. Tal vez la próxima vez sea él quien muera. Haber matado lo hizo sentir invencible un momento pero cuando se alejó rápidamente con la cabeza aún caliente y sangrando bajo su brazo percibió el miedo de que lo descubran, supo que había tenido más suerte que habilidad en la lucha y dudó de que la suerte le sirviera frente a varios contrincantes, aceleró los pasos y se sintió cobarde.
El anciano asintió y le entregó la cabeza murmurando algo. Le dio algo de beber, y fue a buscar arena caliente, para indicarle cómo secarla.


La semana pasada 3 jóvenes vieron el triunfo de ése joven guerrero en un museo, junto a cabezas ganadas por sus amigos, sus padres, abuelos o hijos.
Una leía en voz alta partes del cartel explicativo, otro sacaba fotos y otra miraba sin poder creer que fueran reales.
-         - Tzantza o cabeza reducida es la práctica de la tribu indígena de los Shuar  de reducir cabezas. Este místico procedimiento, hacía que el nativo momificase y conservara las cabezas de sus enemigos como talismán y trofeo de guerra…los Shuar creían que en la cabeza habitaba el espíritu…cuidadosamente se separa la piel del cráneo, posteriormente se realiza una incisión en la parte superior del cuello, y la piel, la grasa y la carne se retiran del cráneo. Se colocan semillas rojas debajo de los párpados cosidos y la boca se une con tres pasadores de palma. Se coloca una bola de madera con el fin de mantener la forma. La piel se hierve entre quince y treinta minutos en agua y una gran variedad de hierbas que contienen taninos, que evitan la caída del cabello…la razón por la que cocían los párpados y la boca era porque creían que los sentidos estaban fuertemente vinculados al espíritu, que podía escaparse por allí.
La idea de la cabeza y los sentidos vinculados con el espíritu les pareció muy profunda.
-        -  Ningunos boludos estos indios- dijo uno, y siguieron leyendo
-         Por cientos de años, ningún extranjero se atrevió a penetrar los dominios de los Shuar, se rumoreaba que mataban a cualquier forastero que encontraran en sus tierras. Pero en el siglo XIX aventureros europeos se adentraron en el Amazonas y conocieron tribus que comerciaban con los Shuar. Pronto, un extraño y macabro obsequio comenzó a aparecer en los salones de moda de la elite europea.
-         - Ahí tenés, entra en juego el mundo civilizado. Qué boludos estos ricos…
-         -  Boludos e hijos de puta.
-         - Puedo seguir leyendo? Gracias. En la época victoriana los coleccionistas ricos que querían entretenerse después de cenar sacaban de sus pulidos armarios sus cabezas-trofeos, compradas a algún coleccionista que fue a la selva. Como resultado de esto, en la década del 50’ comenzó una gran demanda por cabezas reducidas y los Shuar comenzaron a intercambiarlas por armas de fuego, provocando matanzas que se alejaban de los fines rituales iniciales. En la década del 70’ se prohibió el tráfico de cabezas reducidas. Actualmente está prohibida por ley la práctica de la reducción de cabezas humanas. Por ese motivo los Shuar continúan manteniendo la costumbre reduciendo cabezas de los monos aulladores que cazan para comer.
Los tres sabían de la existencia de tribus en aislamiento voluntario, viviendo en lo más profundo de la selva amazónica, dispuestos a lancear a cualquiera que se atreva a pisar su territorio, aunque fuese el presidente de una república que no reconocen.
- Quién sabe si no lo siguen haciendo? Ojalá, que mantengan sus costumbres… quién decide qué está bien y qué está mal? (Querer comprar y vender todo es menos “salvaje”?)
Y pasaron a otra sala.