jueves, noviembre 12, 2015

Los hermanos sean unidos..

Año 1963. En Cuba hacía poco había triunfado la revolución, los yankis ya metían sus patitas en Vietnam y la Argentina estaba bajo el régimen dictatorial de Guido.
Pero en un pueblito de la provincia de Misiones todo eso importaba poco. La línea entre lo que era ley y lo que no, la dibujaba un sargento primero, Dionisio, que tampoco era que fuera así que digamos un policía de alma, más bien se metió ahí porque lo convenció un familiar y ahora, frente al mal, se sentía bastante solo.
Había bailes en el pueblo que a veces terminaban de la peor manera. El malevo más blandito te clavaba primero la mirada y te remataba con el facón, haciendo dibujos grotescos en tu cuello, tu costado o directo a la tripa. También estaban, por supuesto, los que vivían con el fierro en la cintura. El cowboy más duro del lejano oeste habría sido una señorita en pantimedias en cualquier pueblito de acá. Ningún te reto a duelo ni que ocho cuartos, desenfundá a ver quién es más macho, carajo.
Por eso Dionisio necesitaba un aliado. Sólo no podía. Pasó por su cabeza al pueblo entero y no podía confiar en nadie. El hijo mayor que le quedaba tenía 13, le enseñó a usar la PAM, una ametralladora calibre 9 mm parabellum que se fabricaba en el país*, y le dijo:
Vas a ver que muchos vienen a verme armados, vos tranquilo, no hagás nada; pero si ves que se llevan la mano al cinto vos barré… yo después me arreglo.
El niño repasaba cómo poner bala en recámara, sacar el seguro y pam pam pam, disparar en su mente. Pusieron la ametralladora en una bolsa y cayeron en el baile.
Como cualquier hijo, en la primera misión dictada por su padre, quería hacer todo bien, así que no le sacaba los ojos de encima a los que se acercaban; estaba atento al más mínimo gesto, sin perder de vista manos y armas.
Su padre le sonreiría cada tanto, cuando lo veía demasiado serio o porque estaría orgulloso.
Las misiones se sucedieron y nunca tuvo que sacar la PAM de la bolsa, pero una vuelta los padres tuvieron que viajar a la ciudad y el niño mayor, Gabriel, quedaba a cargo.
Si de noche alguien pone la mano en el picaporte, vos barré.
La primera noche ladraron los perros. Eso era raro.
Eran comunes los ladrones de ocasión en el campo, sabrían que los padres no estaban y estarían tanteando el terreno.
La segunda noche los perros volvieron a ladrar y después se callaron. Quizás les tiraron un cacho de carne, pero Gabriel se puso detrás de la puerta, al final del pasillo y esperó, con su ametralladora, fija la mirada en la puerta.


Cuando vio que el picaporte se empezaba a mover el corazón se desesperó aunque la mano mantuvo la calma: click CLACK, puso bala en recámara; tic, sacó el seguro y PAM PAM PAM, barrió.
Vació el cargador sobre la puerta que salió disparada. El corazón todavía le galopaba y le silbaban los oídos, todo era humo en el pasillo. Se asomó a la puerta y no había nadie. Probablemente cuando escucharon el sonido metálico se corrieron y cuando sonaron los tiros volaron para no volver nunca más.
Con los Ponce no se jode.

Cuando Dionisio volvió, su hijo le explicó lo que había pasado con la puerta. Padre le dijo que había actuado bien, que había defendido a sus hermanos. Probablemente pensó que su hijo ya no era un niño, que toda vez que uno demuestra que está dispuesto a defender a los suyos se convierte en hombre.


Con o sin ametralladora, esta costumbre, de defender a los hermanos frente a cualquier amenaza, aún hoy se mantiene en la familia.




 *Los técnicos de nuestra fábrica militar tardaron apenas una semana en copiar y mejorar un modelo extranjero, ya que por la Segunda Guerra se había limitado la importación y había que hacerla acá.