jueves, octubre 22, 2015

Pioneros

Imaginate un pionero*en el medio de la nada, donde todavía no hay calles, construyendo una casa como si fuera un Arca. Viene del otro lado del océano. Y no sabe que en unos años su tierra va a entrar en Guerra, y cuando pierda, su país va a cambiar de nombre y de dueño, y pocos años después otra Guerra grande y nefasta, y esta vez a su pueblo entero lo van a echar, a punta de fusil, junto a otros pueblos y ciudades, o cualquier cosa viviente o cartel que hable alemán. Y las lápidas de los muertos alemanes, que se usen para hacer caminos. Muchos morirán caminando, como tantos otros refugiados de la historia. Dentro de poco va a ser el fin del mundo de su infancia.
No lo sabe pero construye, tranquilo, tal vez silba o canta, antiguas canciones de su pueblo. No ve las nubes de tormenta pero las intuye, o le gusta la aventura, o es un soñador, y cree en lo que no ve. Por eso construye en la nada, en un país desconocido que todavía no tiene 100 años.
Ese tipo es mi bisabuelo.

Un día de 1909 visita el zoológico de Buenos Aires y se saca una foto. Sale sólo en la foto, “tu bisabuelo fue el primero” me contó la tía abuela Margit. Le manda la postal a su liebe (amada) Marie. La bisabuela.
A los 2 años va al puerto a recibir a Franz, un hermano de Marie, y seguro a alguno más. Juntos fundan para 1913 una escuelita, la Bismarck Schule, y eligen como escudo una hoja de roble y una de trébol. Lo grande, eterno, y lo pequeño, cotidiano. Lo fundan con la idea de los vereine volkisch, centros culturales austríacos: que no se pierda el idioma y sobreviva la cultura alemana. 
Cuando estaba por empezar la mejor parte, cuando faltaría poco para mandar a llamar a las mujeres y fundar sus familias en paz, estalló la guerra. Años después nos cuenta Martín Lange en su libro Historia de Ballester, que entre los alemanes que vivían en Ballester ninguno dudó ni tuvo miedo: había que defender la patria. El puerto de Buenos Aires vio partir a la mayoría como habían llegado.
En los documentales sobre la Primera Guerra Mundial se ven muertos desmembrados en las trincheras, embarrados. Espectros con máscaras antigás. Gran laboratorio de armas nuevas. Cañones gruesos disparando perpetuamente. Paisajes de pesadilla con los cadáveres lúgubres de los árboles. Cuando se habla de los heridos de la guerra, te muestran las prótesis de cara para los que quedaron como mounstros, las prótesis de brazos y piernas, y te hablan de los que no les sirve ninguna prótesis: los locos de la guerra, que no pueden quitarse el tembleque, tienen la mirada perdida para siempre, se hamacan. Uno de esos locos sorprende a la ciencia: ya no entiende las palabras, salvo el grito de: bomba! para refugiarse debajo de una mesa.
Franz y Robert sobrevivieron a la locura y a la muerte, pero el fantasma del hambre se cierne sobre Europa, y se ensaña con los vencidos. Les dijeron que la tierra que pisaban ya no era Austria sino Checoslovaquia. Pero para alguien que habla alemán desde la cuna, el suelo que pisa siempre es alemán. Habrá visto, tal vez, que le ponían nuevo nombre a su pueblo, con otro idioma que empezaba a ser obligatorio aprender. Y no quieren que los obliguen a nada, si tienen que aprender un nuevo idioma, quieren elegirlo ellos. Llegan rumores de revueltas alemanas en la ciudad, brutalmente reprimidas.
Cuando las esperanzas de futuro se escurrían, fueron tercos, y obligaron a la vida a parirles varios hijos. Permanecieron todavía 4 años, quizás juntando el dinero para viajar, apagando incendios en el paisaje que los vio crecer, manteniendo a raya a los checos, convenciendo a los paisanos de subir al Arca y cruzar el océano porque esta lluvia no va a parar, y puede venir tormenta.
Para 1922 mi bisabuelo, Robert Schottenheim, decide que ya es tiempo, despide con un hasta siempre a los que se quedarán y al monolito ancestral de su pueblo, con un hasta luego a los que se sumarán luego y el 26 de mayo embarca con su liebe Marie, y sus hijos Willi, mi abuelo, que en ése momento tenía 7 años, Credi y Fritz en el vapor Antonio Delfino desde el puerto de Hamburgo hacia la hogar que los esperaba en Argentinien.
Fue una buena idea. Con el tiempo lo que no murió de hambre lo mató el odio racial, o se sumergió en el olvido. Los checos los expulsaron y no tuvieron la misma tozudez y voluntad  para vivir en un paisaje difícil. Les quitaron la tierra para no usarla. Hoy el pueblo de mis abuelos es casi un pueblo fantasma, la mayoría son casas de fin de semana. El monolito ancestral sigue allí, como mojón o testigo de una antigua presencia.

Como buen padre, no le gustaría contarles cosas feas a sus hijos, y algunos de ellos nunca se enteraron de que vistió uniforme de francotirador, y recibió una Cruz de Hierro por su servicio como personal sanitario. Eso nos lo cuenta sólo un cuadro que pinta luego un compañero de armas para agradecerle por haberlo ayudado a escapar a la Argentina. Desde el cuadro el bisabuelo tiene los ojos cansados y le sangra una mejilla, el rifle listo pero no apuntando y un perro al lado con un botiquín en el lomo. Es zona alpina así que suponemos que es la frontera con Italia, pero nunca sabremos, porque Robert elige el silencio para nombrar la Guerra, y prefiere pensar en construir.
Como ingeniero trabaja en la firma Alemana de electricidad AEG y construye la usina de la base naval puerto Belgrano, una usina subterránea para resistir bombardeos, de la que todavía se ven brotar las chimeneas. Chimeneas que años después verá su nieto Jorge, cuando parta de esa base en el crucero ARA General Belgrano hacia la Guerra de Malvinas. Y, terco como su abuelo, se empeñará en sobrevivir.
Se sumaron nuevos vecinos, y reconstruyeron en otra calle la Bismarck Schule, esta vez más grande, que con el tiempo crecerá como un roble y será el Instituto Ballester.
Fundaron la Sociedad Coral Alemana, que todavía canta frente a la plaza Mitre. “Se juntaban todo el tiempo, a cantar y chupar” me contó el tío Roberto. Ninguna dificultad les quitaba las ganas de disfrutar la vida. Hoja de trébol, lo pequeño y cotidiano. 
Fundaron el Club Alemán (la Sociedad Alemana de Gimnasia). Todavía recuerdo los goulash con spraetzle del comedor de la sede de Olivos, y ver reunirse todos los años a los veteranos del Graff Spee. A cantar y chupar. 
También me contó Margit, que los domingos salía a caminar, por lo menos hasta lo de su sobrino, a kilómetro y medio campo traviesa. Se juntaban en lo de los Rubarth a jugar al tejo, y en lo de los Lange a jugar al skat, un juego de cartas alemán parecido al truco. Willi Lange, el hijo del histórico director del Instituto Ballester, se escondía en la escalera porque ya lo habían mandado a dormir, y recuerda que los veía llegar todos empilchados, tratándose rigurosamente de usted. 
Durante la crisis del 30' organizan una colonia de vacaciones en Atalaya para poder solventar los gastos del colegio. 

El horror de la Guerra no pudo extinguir la llama aquella vez, ni todas las otras en que lo intentó. La tormenta  se desata de nuevo sobre Europa, y cerca del final la Argentina, presionada por EEUU, le declara la guerra a Alemania y les expropian todo lo que habían construido como “propiedad enemiga”. Tienen que enseñar alemán en las casas, clandestinamente. Luego les devuelven los edificios, pero eligen vender algunos y construir otros más grandes. En el 55’ un golpe de Estado desplaza a Perón y otra vez se ensañan con los alemanes. 
No conviene. No sirve. No van a dejar de sembrar por mucho que les arranquen la planta. Y cada vez crece más fuerte. Con anticuerpos. Los golpes no destruyen, templan como a una espada.

Hoy el Instituto Ballester y la Sociedad Alemana de Gimnasia son reconocidos mundialmente y abrieron más sedes. La Sociedad Coral nunca dejó de cantar.


Pienso en el bisabuelo construyendo en la nada, creyendo en lo invisible y decidiendo que estas tierras eran un buen lugar para que crecieran sus hijos, los hijos de sus hijos y, salvando las enormes distancias (no estuve en guerra ni construí tanto), no puedo evitar recordarme machete en mano, desmontando, y queriendo convencer a la futura madre de mis hijos de que el terreno donde solo había monte, mosquitos por kilo y alguna víbora, en el delta, en el medio de la nada, era buen lugar para que crecieran los nuestros. 

Sangre pionera. Cabeza dura…o un poco loca.


*El primer viaje de Robert Schottenheim fue el 12 de Abril de 1908, a los 24 años, en el vapor König Friedrich August, partiendo de Hamburgo. Declaró nacionalidad austríaca, ingeniero, soltero, lugar de residencia: Carlsbad (en el segundo viaje en 1922 ya están casados, declaran nacionalidad checa, lugar de residencia: Robert declara Argentina, y Marie y los chicos: Steingrün, hoy Kamenné, cerca de Medenec)





1 Comments:

Blogger Unknown said...

Hermoso......me transportaste. ....tenes q hacer un libro!!

octubre 24, 2015 8:13 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home