AMIA
Cuando pasó lo de la AMIA yo trabajaba en Babelito. En
realidad era una distribuidora de Babelito, en criollo: un garaje transformado
en depósito lleno de mamaderas, chupetes y baberos donde mi laburo consistía en
armar los pedidos tratando de no equivocarme porque algunos clientes estaban
lejos, y volver de Ranelagh a Florida para cambiar una mamadera celeste por una
rosa era inconveniente económicamente, además de exasperante. Mi mejor amigo
había amanecido ahorcado hacía unos meses, y a sus padres adoptivos se les
ocurrió darme trabajo por tener un gesto de cariño y porque supongo que era incómodo para varios que un chico de clase media trabaje como peón de albañil, que
era lo que hacía cuando me enteré de su muerte. Lo más lindo de aquel trabajo
era la luz del atardecer brillando en el agua que lavaba las herramientas
agotadas de sol, la paz en el cuerpo.
En este trabajo por lo menos tenía una radio y escuchaba
chacareras, extrañando algún viaje a Santiago, cuando salía del laburo me iba a
estudiar de noche el último año de la secundaria, y los fines de semana
reventaba mi sueldo en el aeropuerto de San Fernando tratando de aprender a
volar. Cada hora con las mamaderas[1]
tenía sentido al acariciar la avioneta dormida, llena de rocío, para hacer los
chequeos previos al despegue.
Me enteré por la radio. Había explotado una bomba en la
mutual judía. Pedían pilas, creo que para seguir buscando víctimas entre los
escombros a la noche. Aceleré el tema con los chupetes, terminé los pedidos,
compré pilas y me fui a la guerra.
Había cordones humanos haciendo un perímetro a 2 cuadras de
la explosión, me acerqué, dí las pilas, busqué un teléfono público, le avisé a
mi vieja que no iba a dormir, volví y esperé que se fuera alguien de la cadena
para reemplazarlo. Dejábamos entrar las cosas que donaban pero no a las
personas, salvo que vinieran adentro de una cosa con luces y sirena. El Córdon
era primitivo al principio, entrelazando los brazos, horas después evolucionamos,
llegó la tecnología policial: una cinta de peligro, y hacía falta menos gente
para controlarlo.
Estaba en el Cordón cuando fue el derrumbe. Meses después yo
haría un curso en la Cruz Roja y el que lo daba era Jefe de bomberos de la
Federal, y también había estado en la AMIA. Decía que se pasó toda la tarde
diciéndole a todos que salieran de debajo de esa mampostería, que estaba mirame y no me toques. No le hicieron
caso. El derrumbe mató bomberos y otra gente que ayudaba. El estruendo nos
paralizó, hasta que apareció gente desesperada pidiendo matafuegos. Conseguimos
matafuegos de algún auto y nunca supimos para qué sirvieron si no hubo fuego.
En un momento me llama un cana de bigotes, para encomendarme
una misión nueva, no sabe explicar qué carajo vio en mí que le inspiró
confianza, pero necesita que acompañe a las personas que aparezcan demostrando
en su documento que viven dentro del perímetro afectado, necesita que vaya con
ellas y me cerciore de que entran a algún lugar, que no usan la artimaña para
colarse y, por ejemplo, poner otra bomba, o afanarse un cuerpo. Y aclara que
las personas como yo somos las que cambiamos el mundo. Pienso que no es
necesaria tanta demagogia para una misión tan pelotuda, pero acepto mi destino
con entusiasmo con tal de estar más cerca de la Zona Cero, no sé si por
curiosidad, morbo, altruismo, o inercia: atraído por el agujero negro que abrió
la bomba.
En ése ir y venir a las direcciones de los documentos de la
gente, me fui cruzando a otro personaje de historieta: la Cristiana. Una
pendeja tan loca como yo, que creo que también estuvo haciendo Cordón al
principio, y ahora servía café, su rol le daba chapa para llegar hasta la Carpa
de los Médicos, en la esquina del quilombo. Y repetía a quien quisiera
escucharla que para ella ser cristiano era ayudar sin importar la religión de
las personas, y que por eso la habían apodado temporalmente así. Yo también era
cristiano, pero para mí la cuestión era ni siquiera preguntarse nunca cuál era
la religión del otro. Poder charlar, tomar unos mates, o cagar bien a trompadas
a cualquier prójimo sin importar al templo que fuera los fines de semana.
No me acuerdo ni un solo rostro de los que acompañé esa
noche, excepto el de un viejo que decía no tener documentos encima, pero por
estar en silla de ruedas y usar kipá lo dejaron pasar. Nos mintió a todos:
quería ver. Le dije que en la esquina había otro Cordón que era imposible
cruzar, tenía aire mandón pero el que manejaba la silla entre los escombros era
yo, así que lo acerqué a otra salida. Me indignó un poco que por su motivación
personal, entendible o inconfesable, nos hiciera perder el tiempo a todos
abusando de su discapacidad.
Después la Cristiana me pasó la posta antes de irse. Le
llevé café a los ex-compañeros del Cordón. Estuve en la famosa Carpa de los Médicos
que tenía de todo menos médicos. En esa esquina algunas personas hacían cola
para recibir un casco y marchar a la batalla.
De golpe me reclutaron junto a otros para un operativo
comando: llevar tubos de oxígeno de acá hasta
allá. Agarré mi tubo y los seguí. Hasta
allá era la zona de combate, un depósito de campaña en el primer edificio a
la izquierda de la AMIA, pasamos el Cordón Prohibido y trotamos con los tubos
esquivando mucho cablerío grueso en la calle. Frente a la montaña de escombros
había máquinas para iluminar o levantar pedazos de concreto. La Zona Cero era
un hormiguero de gente. Mucho ruido a motor de grupo electrógeno y luz bien
blanca de reflector, no tuve tiempo de mirar mucho. Vaya a saber de qué la
jugaría ese edificio en la vida normal pero ahora era una base logística de
emergencia. Un largo pasillo lleno y organizado, de insumos médicos y de
rescate. Nos ofrecimos para trabajar allí pero tenían personal suficiente o
especializado y volvimos a la Carpa de los Médicos.
Seguí con el café. Llegué a otra carpa que estaba a la
vuelta, de la Cruz Roja. Ahí comí algo y me ofrecieron un catre de campaña un
rato, me acosté pero no pude dormir y al levantarme ya amanecía. Tenía que
volver al trabajo, a los chupetes, pero antes de salir del perímetro encontré
basureros juntando vidrios rotos por la explosión. Por uno de esos misterios de
la historia, levanté algunos cristales rotos sin tener la menor idea del
simbolismo que eso podía tener en mi familia, y ayudé a juntarlos.
La segunda noche arranqué en el escalafón que había quedado:
con el café. No recuerdo cómo superé el Cordón Primario, supongo que estaría el
cana de bigotes todavía, convenciendo a todos de que podían cambiar el mundo.
Hasta que me pudrí y me puse en la cola, a ver qué pasaba.
Lo que pasó fue que me dieron un casco, una palmada en el hombro y marché a la
batalla.
Los bomberos hacen simulacros, los soldados entrenan, pero
la guerra se parece muy poco a esa gimnasia. Nada te puede preparar para eso. Al
salir tenés la mirada cambiada. Entramos con apuro y solemnidad. Por la
adrenalina tuve poca visión periférica, así que sólo recuerdo ver el grupo
de cascos avanzando.
La última persona viva había salido la noche anterior, pero
entramos con ánimo de rescatar gente.
Nos asignaron una zona en la montaña de escombros. El ruido
de las máquinas hacía que hubiese que gritar para comunicarse. Los reflectores
hacían que la escena fuese en blanco y negro.
El trabajo consistía en llenar baldes de escombros a mano,
con o sin guantes y a veces con guantes de latex que se desgarraban enseguida.
Había que hacerlo lo más rápido posible y pasarlos a la Cadena Humana que los
vaciaba en un volquete, que era constantemente reemplazado. Nos dijeron que si
encontrábamos cualquier papel había que gritar ¡bolsa! No preguntamos nada. La
adrenalina y la urgencia de pensar que todavía podía haber gente ahí abajo
hacía que trabajásemos a muy buen ritmo sin sentir cansancio. Perfeccionábamos
rápido la técnica y al poco tiempo éramos una máquina de excavar. No se podía
usar excavadoras para no desgarrar cuerpos vivos ni muertos. Intervenía una
máquina cuando aparecía un bloque de concreto imposible de levantar a mano.
A veces a alguien le parecía escuchar algo, se hacía una
seña y las máquinas se apagaban, dejándonos a todos tensos como una cuerda, en
un silencio y oscuridad sepulcral, ansiosos de escuchar, en un silencio
doloroso, casi aguantando la respiración, y cada vez que se prendían las luces
de nuevo se iba apagando la esperanza. Encontré un libro y grité ¡bolsa! Y
enseguida apareció alguien con una bolsa negra para meter el libro. Así
rescataron toda la documentación posible.
En la medida que los de la Cadena se iban reemplazando y
viniendo a cavar, nosotros nos acercábamos a la Cadena de la que terminamos
formando parte. Horas pasando baldes, horas cavando y parecía que el tiempo no
pasaba. En la punta de la Cadena el trabajo era intenso porque había que vaciar
los baldes en el volquete a velocidad ridícula. Recuerdo ése puesto como el más
agotador. El cuerpo por momentos pedía parar pero se seguía.
Cuando había vuelto a cavar de golpe empezó a aparecer un
mueble. Era un escritorio. Se pasó el aviso a los bomberos por la posibilidad
de que apareciese un cuerpo. Lo que apareció a continuación nos impactó: un
táper[2]
con una vianda de comida, como el que usamos cualquiera de los vivos, en lo
cotidiano. Ese táper nos recordaba silenciosamente que la gente ahí abajo tenía
una vida, una rutina, seres queridos, no eran un número en un noticiero.
Comían, reían y puteaban. Como vos, como todos. Podemos ir a trabajar un día y
no volver. A los pocos minutos encontré un muñequito con un cartelito que decía
“te extrañamos” y lo guardé en el bolsillo con la esperanza de poder devolverlo
a un familiar. Sacamos el escritorio y empezamos a cavar más despacio.
Finalmente un compañero comenzó a desenterrar a un ser humano y nos detuvimos.
Nos corrimos para dar paso a los bomberos. Cuando lo desenterraron quedamos un
momento a su alrededor como en un primer ritual de despedida, era joven. Luego
vi en el diario que se llamaba Agustín Lew, y tenía 21 años. Hace poco leí una
reseña de su vida en la estación Pasteur del subte: le gustaba viajar, tal vez
por eso las personas del muñequito lo extrañaban. Esa noche se encontraron 2
cuerpos más, que más tarde vimos: una mujer y un hombre de 45 años, los bajaron
en frazadas desde atrás. La montaña de escombros se iba elevando hacia la parte
de atrás del edificio, nosotros estábamos en la parte más baja, que era
adelante del edificio, mirándolo de frente a la derecha. Llegó una bolsa para
cadáveres, lo envolvieron con cuidado y se lo llevaron.
Luego de eso recuerdo poco. En un momento la grúa hacía
esfuerzos para llevarse un gran pedazo de concreto, el bombero que le pasó la
cadena para engancharlo casi pierde el equilibro y lo sostuve del cinto hasta
que se estabilizó.
La noche siguiente llegaron soldados de Israel, con los
perros de rescate. Verlos circulando entre los escombros hizo que Buenos Aires
pareciera Beirut. Esa noche, la tercera, cuando empezó a clarear, estaba
cansado, y pensé en tomar un café en un puesto del Ejército de Salvación que
habían instalado recientemente al lado de la Zona Cero, pero decidí seguir un
poco más. Apareció un muchacho con una lista y me preguntó si era de la DAIA,
le dije que no, me dijo que iba a entrar un relevo de la DAIA, que después
podía volver a entrar. Tomé el café, esperé, pero me pareció que, naturalmente,
estaban desplazando a los voluntarios anónimos y me fui.
Al llegar a mi barrio, después de 3 días, no podía creer que el mundo siguiera girando como si nada. Lo irreal era mi barrio. Una amiga me esperaba en casa, y a mí me importaba todo básicamente un carajo.
[1] De
hecho una hora de vuelo costaba 20 horas de trabajo. Cobraba 400 pesos y me
alcanzaba para 8 horas de vuelo al mes. Igualmente pasábamos todo el fin de
semana en el aeropuerto con otros alumnos fanáticos, tomábamos mate, lavábamos
aviones, aprendíamos cosas de algún viejo piloto.
[2] En
inglés Tupper por la marca Tupperware, por ser la marca más popular en
Argentina de envases herméticos de plástico se utiliza éste término para
nombrar los envases de todas las marcas.
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