viernes, enero 24, 2020

Morro do Brasil


Miró el acantilado y sintió un vacío en el estómago. Habían llegado hasta ahí con un amigo con la idea de llegar a una playa vecina bordeando el mar, pero no esperaban obstáculos así.  Hacia arriba la pared de rocas se volvía tan vertical que era imposible de franquear, la única forma era tirándose al mar, pero el oleaje por momentos se embravecía y golpeaba fuerte contra las rocas. Estar ahí abajo en ese momento podía costarles la vida, por eso no se decidían. Estaban desilusionados, nunca les había pasado que la naturaleza impusiera un límite a lo que deseaban hacer, ni habían tenido suficiente miedo como para quedar paralizados, como para no saber si seguir o volver. Era una encrucijada, como quien decide si ser abogado o malabarista. Volver: abogado, seguir: malabarista. Las olas golpeaban y los salpicaban y veían las rocas tapizadas de caracoles clavados como mil navajitas apuntándolos. Notaron que había ritmo: había un par de minutos de calma seguidos de oleaje feroz y volvía la calma. Después de varias calmas de dudar y sentir que la carne pedía por favor no, Juan se tiró. Los pensamientos desaparecieron bajo el agua, emergió y nadó hacia la otra orilla del acantilado comprobando con terror que la calma ahí abajo no era tan suave y que parecía estar volviendo a embravecerse antes de lo previsto, como si al mar le hubiera entrado un bicho en el ojo y se frotara de golpe. Llegó a la pared de rocas y las olas comenzaron a sacudirlo sin dejarle subir, hizo pie una vez pero el mar lo golpeó y lo despegó de las piedras, para que no escape. Nervioso, hizo pie de nuevo, esta vez el mar lo empujó contra el muro para matarlo y le pareció que su malla se enganchaba en los caracoles filosos cerca de sus genitales y se desesperó, pataleando entre las navajitas hasta salir. Se dio vuelta y saludó a Matías con el pulgar en alto. Ahora el mar estaba furioso y había que esperar. Subió un poco más y comprobó: los genitales bien pero tenía tajos en la panza, en un brazo y en una pierna, los de la panza eran los más profundos. Cuando se le pasó el berrinche al agua, Matías no dudó y se tiró. El mar parecía resignado o agotado y lo dejó pasar, pero le cobró peaje y se llevó una sandalia. Reporte de daños: corte en el pulgar. Esperaron por la sandalia, pensaron en alcanzarla con un palo, pero el oleaje se la llevaba de a poco, y no se lo veía muy dispuesto a devolverla.  Si bien tal vez Matías se sintió incómodo o lo preocupó seguir con un pie descalzo, todavía no pensaban que tenían un problema, la aventura seguía luego de una interrupción que habían sorteado con éxito, en un par de horas estarían en la playa vecina, mirando chicas nuevas. Como si pensaran que el mar no podía ser tan hijo de puta de haber fabricado más de un acantilado en su camino.
Pero no tardaron en encontrar más obstáculos. Esta vez la roca explotaba hacia el mar con formas intransitables…por el único camino que encontraron había que agacharse mucho y circular por zonas de piedra muy plana y pulida que para colmo tenía un manantial tan suave que era como una capa resbaladiza de agua con verdín. Avanzar por ahí habría sido un tobogán a las fauces del mar, si es que una piedra no frenaba la caída. Volver al acantilado no existía como opción en sus mentes, habían salvado la vida de casualidad y no volverían a jugar a esa ruleta rusa.  Esta vez la subida no era tan escarpada, y si bien se adivinaba desde abajo que avanzar por el morro no era fácil por la vegetación, les pareció la única opción sin riesgo de vida.
Pero miraban distinto, ya no estaban de vacaciones, estaban en un problema.
La vegetación del morro brasilero es la peor para caminar. Es tupida hasta la cintura de tal forma que cada paso es un esfuerzo y no protege del sol, además de que puede ocultar todas las especies de serpientes que la quieran habitar sin ser vistas. Es como atravesar un campo minado con los ojos vendados. Por si esto fuera poco, también es hostil a los visitantes y los castiga con espinas y unos abrojos peludos que se pegan para dificultar el avance y torturar al que camina sin pantalón largo. Cada paso te tira de los pelos de las piernas. Avanzar es un esfuerzo y un dolor. Cada paso es un martillazo que templa la voluntad, como un herrero que golpea una espada al rojo. El morro es una tentación a detenerse, a abandonar. Sabe que si te frenás mucho tiempo, tiene posibilidades de comerte. Tus huesos le sirven, son buen abono y los desea. No es nada personal, ni orgullo ni venganza por antros sagrados violados, es simple hambre , él también necesita sobrevivir y vos sos comida. Pero las hormigas lo delatan. Comienzan su tarea demasiado rápido y cuando frenás unos segundos te invaden los pies para comprobar si ya estas muerto y pueden empezar a procesarte y ahí te das cuenta. No podés frenar mucho. Frenar es invitar a la muerte.
Por eso ya no simplemente caminaban, luchaban para sobrevivir.  Se fueron dando cuenta de que eso era lucha a muerte con el morro, y empezaron a putearlo. Vamos a salir, hijo de puta, no nos vas a matar. La voluntad generalmente se mueve buscando algo placentero, pero cuando eso no es posible, cuando todo alrededor es hostil, es necesaria la ira para avanzar. Es como el motor de emergencia. Y cuando se cansaban de putear, cantaban, para no dejar de alimentar la caldera interior. Sabían o habían leído alguna vez que ahí la voluntad era todo: si se rinde la cabeza, pierde el cuerpo.
El que iba adelante tenía más trabajo: peleaba con la vegetación para abrir camino, tenía mucho más miedo de ser picado por una serpiente, porque no veía lo que pisaba y tenía el peso de elegir el camino. Por eso rotaban por ratos, quién iba adelante. El que iba atrás principalmente tenía que sacarle las hormigas del pie al que iba adelante cuando se frenaba para decidir por dónde seguir, sobre todo cuando iban subiendo porque los pies del otro le quedaban casi a la altura de los hombros.
Cuando llegaron arriba el panorama era desolador: de un lado se veía el océano, del resto vegetación salvaje hasta donde diera la vista. Habían pasado el mediodía por lo que el sol les daba de lleno. Avanzaron hacia donde estaría la playa a la que querían llegar y que suponían que no estaría lejos, tal vez atrás de aquella cima verde.
Juan empezó a sentir una sed que le quemaba la garganta. Se miró la herida de la panza: todavía sangraba aunque menos. Aplicó presión. No parecía haber fuentes de agua dulce, sabía que no podía tomar agua salada, pero se le ocurrió que si mordía la parte inferior de la remera que todavía estaba mojada, el agua de mar no lo hidrataría pero por lo menos le aliviaría esa sensación desesperada. Y bebió apenas unas gotas del veneno que le había dejado el mar en la ropa. Lo que no pensó es que de cualquier veneno bastan pocas gotas para matar, y esas gotas de agua salada empezaron a secarlo por dentro: el agua saturada de sal necesita mucha agua dulce para ser digerida y el cuerpo usa el agua que quede disponible en el cuerpo para eso, lo que acelera dramáticamente la deshidratación.
Los sobrevivientes de los Andes que caminaron buscando rescate, cuentan que era muy difícil reponerse del golpe a la moral que producía llegar a una cima y que detrás de ella hubiese otra más. El esfuerzo de treparla iba alimentando la esperanza de encontrar civilización al otro lado, refugio, agua, comida, un supermercado, la familia esperándolos y cuando, después de toda esa energía gastada, del otro lado había simplemente lo mismo, el alma se va al piso. Ellos, todavía, no la estaban pasando tan mal como los ahora hermanos de los Andes, no habían sido arañados por el frío, la muerte de amigos, y la necesidad de comerlos para vivir. Pero el sentimiento es universal: cuando necesitás salir de ahí, trepar una cima con ilusión y que del otro lado no haya nada es una patada al ánimo. Detrás de la primer cima se frenaron con la desilusión en la cara, sin decir nada para no desalentar al amigo, detrás de las siguientes cimas ya no se frenaban, pero el desánimo calaba más hondo en la mirada. 
Caminaban rodeados de recursos que podían usar, pero no conocían. La vida moderna nos fue alejando de la naturaleza. A un aborigen no se le hubiese ocurrido que ese fuera un lugar del cual había que escapar. Nos colocamos en el tope de la cadena alimenticia, pero nuestra fuerza está en tecnologías que pensaron y fabricaron otros, nuestra fuerza está en vivir en sociedad, como las hormigas. Solos en la naturaleza somos un animal más, y de los más débiles: nuestro olfato se fue volviendo pésimo, casi no tenemos pelo que nos proteja y más de un carnívoro en el cuerpo a cuerpo nos despedaza sin esfuerzo.
Juan empezó a notar que el cuerpo le fallaba y sintió horror. Pensaba que la voluntad la podía manejar, seguían cantando cada tanto, puteando y decidiendo salir, podía manejar el pánico sicológico  de estar perdidos en el medio de la nada. Pero se dio cuenta de que si fallaba la máquina, perdía el control y ese miedo sí hacía efecto, como un frío que le atravesaba el cuerpo cada vez que notaba que erraba el paso, que empezaba a andar a los tumbos. Se tomó el pulso: estaba rápido y débil, síntoma de shock, había aprendido en la cruz roja. Sería por la pérdida de sangre? La hemorragia no había sido excesiva, pero sí constante, más perseverante que otras heridas que haya tenido. Cuando empezaron los mareos los quiso ignorar, pretendiendo que asi desaparecieran, como quien espera que una gotera se arregle sola, pero cuando se asentuó y se veía en la mirada de Matías que se estaba dando cuenta ya no pudo dejar de preocuparse. Empezó a pensar que capaz que de ahí no salía. Si no podía caminar no había esperanza. Podía mandar a su amigo a buscar ayuda, pero aunque volviese con ayuda nunca lo encontraría. El sol empezaba su carrera hacia la noche además, y quién sabe las alimañas que saldrían al oscuro en ése lugar. También lo amargaba retrasarlo,  y pensar que por su culpa su amigo también podría quedarse ahí para siempre. Cuando no pudiese más trataría de convencerlo de seguir, pero conocía a su amigo, y no querría abandonarlo. Empezó a putear con más fuerza, puteaba al morro, a la vegetación que le complicaba la subida, pero en realidad quería putear a su cuerpo por abandonarlo cuando él quería seguir viviendo. Y trastabillaba como un borracho que putea la puerta donde no puede meter la llave.
-          Pará, me toca ir adelante.- dijo Matías, aunque todavía no le tocara.
  Empezó a sentir que en cualquier momento se desmayaba. Tosió a propósito, recordando que eso aumentaba la circulación sanguínea en la cabeza, transitoriamente. Cuando empezaba a fallar el truco, encontraron unas piedras grandes y planas, sin hormigas. Era un regalo justo a tiempo donde poder acostarse.
-          Vamos a descansar un poco- dijo Juan.
 Y acostado se le pasó el mareo. El morro empezaba a ganar. Lo invadió una paz de querer quedarse. Se sentía bien ahí. 
-          Tenés que ir a buscar ayuda, me está fallando el cuerpo.
Matías lo miró un segundo, tal vez dudó, porque el instinto de supervivencia es en esencia individual. Si dejás que sólo el instinto te guíe, pisás las cabezas que hagan falta para salir del incendio. Pero las decisiones pueden escuchar al instinto, o no. A los bomberos el cuerpo les grita que salgan, pero entran.
-          Descansá lo que haga falta, después seguimos.- arriesgaba su vida como los amigos que valen, con palabras sin importancia.
Se sentó, volvió el mareo y se acostó un rato más. La decisión del amigo lo aliviaba y preocupaba a la vez. Morirse ahí solo, sería triste, pero su amigo podía seguir, y no podía perder tiempo, darle ventaja al hambre y la sed. Si se mareaba al incorporarse y tenía el pulso así ya podía declarar inminente el shock hipovolémico: le faltaba líquido en el cuerpo, por la hemorragia o por deshidratación, o una asociación siniestra de ambas, la causa daba igual a esta altura. La única solución era que ingrese líquido. Liberó el pensamiento, y la cabeza empezó a buscar soluciones. Misteriosamente recordó haber leído una biografía de San Maximiliano Kolbe, condenado a morir de hambre y sed junto a otros prisioneros en un campo de concentración nazi, y recordó que algunos prisioneros habían bebido su propia orina para vivir unos días más. Tal vez por la sed, recordó alguna tarde tomando mate con Magalí, una muy buena amiga la pulseada contra el morro tuvo un nuevo giro: le volvieron las ganas de salir de ahí como un fantasma volviendo al cuerpo del muerto cuando los médicos le dan con electroshock. Decidió que quería tomar mate una vez más con su amiga. Aunque sea una vez más. Ese pensamiento simple fue como el mantra que lo levantó de la piedra.
-          Vamos.
Matías lo siguió, y cambió de rumbo. En vez de seguir hacia las cimas perpetuas, hacia la supuesta playa que estaba menos acá a la vuelta de lo que parecía, encaró hacia la locura, hacia el interior del morro, de espaldas al océano. Era la dirección que ofrecía una vegetación distinta. Los arbustos eran más altos más gruesos y escasos, dejaban caminar mejor, aunque tapaban el sol cuando iban a empezar a necesitar más luz. Pero la energía mágica duró poco y volvieron los mareos, intentó el viejo método inútil de ignorarlos pero no funcionó y guiado por la decisión inapelable de volver a tomar mate alguna vez, le dijo a Matías que se adelante, que tenía que ir al baño.
Juntó con una mano la orina que pudo y la bebió. Los manuales de supervivencia no recomiendan esto, aunque algún experto en la materia dice que si la deshidratación no avanzó demasiado, la orina puede ser una solución paliativa. Quizá fue sicológico, pero pasaron los mareos y el alma le volvió al cuerpo. Avanzaron con energías renovadas por otro paisaje. Matías seguía adelante cuando Juan lo frenó con una mano en el hombro. Delante de ellos se extendía una telaraña inclinada, del tamaño de un cristiano, con una araña de colores, grande y fea en el centro, con cuchillo y tenedor preparados, quieta, serena como la muerte, con la confianza de vencer a lo que fuera que cayera en su red.
El sol acariciaba el horizonte cuando salieron a un descampado. El morro se tranquilizaba y ya no arañaba a cada paso, o tenía la certeza de que las presas serían suyas con la noche, o había renunciado a ellas, quizá por el respeto que uno le tiene a un contrincante digno. Al alivio del terreno se le interpuso un cansancio que les entraba en el cuerpo. Matías estaba entusiasmado, el paisaje estaba cambiando y parecía que la civilización podía aparecer de un momento a otro, pero Juan empezó a despedirse de los mates, porque volvían los mareos, insobornables como la soledad. Aguantó todo lo que pudo avanzando, cada vez más lejos de su amigo que avanzaba confiado de no perderlo de vista porque ya la vegetación no interrumpía la visión. Mientras lo veía alejarse se sentó. Pulso rápido y débil, también se aceleraba la respiración, mal signo, el shock avanzaba.  Miró el atardecer y sonrió. Capaz dentro de poco se encontraba a su vieja. Le gustó la idea de unos mates con ella. Charlar. Mientras miraba irse el sol habló con Dios. Agradeció y pidió perdón, pero esta vez en serio. De golpe Matías gritó.
-          Una casa!
Se levantó a los tumbos y alcanzó a su amigo, que le dijo que fuera más despacio, hubiera sido ridículo caerse y lastimarse a la vuelta de la salvación. La vegetación volvió a crecer y antes de llegar al techo que habían visto desde arriba se cruzaron un rancho. Llamaron y apareció un viejo. Le pidieron agua, pero el viejo les preguntó en portugués si venían del morro, cuando le dijeron que sí buscó un banquito para ellos y otro para él y les pidió que le cuenten la experiencia!
-          No, agua!
Hicieron gestos inconfundibles pero como el viejo insistía con el cuento como un niño, hicieron otro gesto universal, pero esta vez de mandarlo al carajo y siguieron hacia donde habían visto el otro techo. Resultó ser una casa en construcción. Juan encaró hacia una canilla con manguera, la abrió y dejó correr el alivio garganta abajo. Se asomaron obreros a ventanas del primer piso preguntando si venían del morro y les gritaron, riéndose, que estaban locos, que en el morro hay serpientes. Matías también bebió.
Preguntaron hacia dónde estaba la ruta y empezaron, de a poco, con el atardecer, a volver.