Morro do Brasil
Miró el acantilado y sintió un vacío en el estómago. Habían
llegado hasta ahí con un amigo con la idea de llegar a una playa vecina
bordeando el mar, pero no esperaban obstáculos así. Hacia arriba la pared de rocas se volvía tan
vertical que era imposible de franquear, la única forma era tirándose al mar,
pero el oleaje por momentos se embravecía y golpeaba fuerte contra las rocas. Estar
ahí abajo en ese momento podía costarles la vida, por eso no se decidían.
Estaban desilusionados, nunca les había pasado que la naturaleza impusiera un
límite a lo que deseaban hacer, ni habían tenido suficiente miedo como para
quedar paralizados, como para no saber si seguir o volver. Era una encrucijada,
como quien decide si ser abogado o malabarista. Volver: abogado, seguir:
malabarista. Las olas golpeaban y los salpicaban y veían las rocas tapizadas de
caracoles clavados como mil navajitas apuntándolos. Notaron que había ritmo:
había un par de minutos de calma seguidos de oleaje feroz y volvía la calma.
Después de varias calmas de dudar y sentir que la carne pedía por favor no,
Juan se tiró. Los pensamientos desaparecieron bajo el agua, emergió y nadó
hacia la otra orilla del acantilado comprobando con terror que la calma ahí
abajo no era tan suave y que parecía estar volviendo a embravecerse antes de lo
previsto, como si al mar le hubiera entrado un bicho en el ojo y se frotara de
golpe. Llegó a la pared de rocas y las olas comenzaron a sacudirlo sin dejarle
subir, hizo pie una vez pero el mar lo golpeó y lo despegó de las piedras, para
que no escape. Nervioso, hizo pie de nuevo, esta vez el mar lo empujó contra el
muro para matarlo y le pareció que su malla se enganchaba en los caracoles filosos
cerca de sus genitales y se desesperó, pataleando entre las navajitas hasta
salir. Se dio vuelta y saludó a Matías con el pulgar en alto. Ahora el mar
estaba furioso y había que esperar. Subió un poco más y comprobó: los genitales
bien pero tenía tajos en la panza, en un brazo y en una pierna, los de la panza
eran los más profundos. Cuando se le pasó el berrinche al agua, Matías no dudó
y se tiró. El mar parecía resignado o agotado y lo dejó pasar, pero le cobró
peaje y se llevó una sandalia. Reporte de daños: corte en el pulgar. Esperaron
por la sandalia, pensaron en alcanzarla con un palo, pero el oleaje se la
llevaba de a poco, y no se lo veía muy dispuesto a devolverla. Si bien tal vez Matías se sintió incómodo o
lo preocupó seguir con un pie descalzo, todavía no pensaban que tenían un
problema, la aventura seguía luego de una interrupción que habían sorteado con
éxito, en un par de horas estarían en la playa vecina, mirando chicas nuevas.
Como si pensaran que el mar no podía ser tan hijo de puta de haber fabricado
más de un acantilado en su camino.
Pero no tardaron en encontrar más obstáculos. Esta vez la
roca explotaba hacia el mar con formas intransitables…por el único camino que
encontraron había que agacharse mucho y circular por zonas de piedra muy plana
y pulida que para colmo tenía un manantial tan suave que era como una capa
resbaladiza de agua con verdín. Avanzar por ahí habría sido un tobogán a las
fauces del mar, si es que una piedra no frenaba la caída. Volver al acantilado
no existía como opción en sus mentes, habían salvado la vida de casualidad y no
volverían a jugar a esa ruleta rusa.
Esta vez la subida no era tan escarpada, y si bien se adivinaba desde
abajo que avanzar por el morro no era fácil por la vegetación, les pareció la
única opción sin riesgo de vida.
Pero miraban distinto, ya no estaban de vacaciones, estaban
en un problema.
La vegetación del morro brasilero es la peor para caminar.
Es tupida hasta la cintura de tal forma que cada paso es un esfuerzo y no
protege del sol, además de que puede ocultar todas las especies de serpientes
que la quieran habitar sin ser vistas. Es como atravesar un campo minado con
los ojos vendados. Por si esto fuera poco, también es hostil a los visitantes y
los castiga con espinas y unos abrojos peludos que se pegan para dificultar el
avance y torturar al que camina sin pantalón largo. Cada paso te tira de los
pelos de las piernas. Avanzar es un esfuerzo y un dolor. Cada paso es un
martillazo que templa la voluntad, como un herrero que golpea una espada al
rojo. El morro es una tentación a detenerse, a abandonar. Sabe que si te frenás
mucho tiempo, tiene posibilidades de comerte. Tus huesos le sirven, son buen
abono y los desea. No es nada personal, ni orgullo ni venganza por antros
sagrados violados, es simple hambre , él también necesita sobrevivir y vos sos
comida. Pero las hormigas lo delatan. Comienzan su tarea demasiado rápido y
cuando frenás unos segundos te invaden los pies para comprobar si ya estas muerto
y pueden empezar a procesarte y ahí te das cuenta. No podés frenar mucho.
Frenar es invitar a la muerte.
Por eso ya no simplemente caminaban, luchaban para
sobrevivir. Se fueron dando cuenta de
que eso era lucha a muerte con el morro, y empezaron a putearlo. Vamos a salir, hijo de puta, no nos vas a
matar. La voluntad generalmente se mueve buscando algo placentero, pero
cuando eso no es posible, cuando todo alrededor es hostil, es necesaria la ira
para avanzar. Es como el motor de emergencia. Y cuando se cansaban de putear,
cantaban, para no dejar de alimentar la caldera interior. Sabían o habían leído
alguna vez que ahí la voluntad era todo: si se rinde la cabeza, pierde el
cuerpo.
El que iba adelante tenía más trabajo: peleaba con la
vegetación para abrir camino, tenía mucho más miedo de ser picado por una
serpiente, porque no veía lo que pisaba y tenía el peso de elegir el camino.
Por eso rotaban por ratos, quién iba adelante. El que iba atrás principalmente
tenía que sacarle las hormigas del pie al que iba adelante cuando se frenaba
para decidir por dónde seguir, sobre todo cuando iban subiendo porque los pies
del otro le quedaban casi a la altura de los hombros.
Cuando llegaron arriba el panorama era desolador: de un lado
se veía el océano, del resto vegetación salvaje hasta donde diera la vista.
Habían pasado el mediodía por lo que el sol les daba de lleno. Avanzaron hacia
donde estaría la playa a la que querían llegar y que suponían que no estaría
lejos, tal vez atrás de aquella cima verde.
Juan empezó a sentir una sed que le quemaba la garganta. Se
miró la herida de la panza: todavía sangraba aunque menos. Aplicó presión. No
parecía haber fuentes de agua dulce, sabía que no podía tomar agua salada, pero
se le ocurrió que si mordía la parte inferior de la remera que todavía estaba
mojada, el agua de mar no lo hidrataría pero por lo menos le aliviaría esa
sensación desesperada. Y bebió apenas unas gotas del veneno que le había dejado
el mar en la ropa. Lo que no pensó es que de cualquier veneno bastan pocas
gotas para matar, y esas gotas de agua salada empezaron a secarlo por dentro:
el agua saturada de sal necesita mucha agua dulce para ser digerida y el cuerpo
usa el agua que quede disponible en el cuerpo para eso, lo que acelera
dramáticamente la deshidratación.
Los sobrevivientes de los Andes que caminaron buscando
rescate, cuentan que era muy difícil reponerse del golpe a la moral que
producía llegar a una cima y que detrás de ella hubiese otra más. El esfuerzo
de treparla iba alimentando la esperanza de encontrar civilización al otro
lado, refugio, agua, comida, un supermercado, la familia esperándolos y cuando,
después de toda esa energía gastada, del otro lado había simplemente lo mismo,
el alma se va al piso. Ellos, todavía, no la estaban pasando tan mal como los
ahora hermanos de los Andes, no habían sido arañados por el frío, la muerte de
amigos, y la necesidad de comerlos para vivir. Pero el sentimiento es
universal: cuando necesitás salir de ahí, trepar una cima con ilusión y que del
otro lado no haya nada es una patada al ánimo. Detrás de la primer cima se
frenaron con la desilusión en la cara, sin decir nada para no desalentar al
amigo, detrás de las siguientes cimas ya no se frenaban, pero el desánimo
calaba más hondo en la mirada.
Caminaban rodeados de recursos que podían usar, pero no
conocían. La vida moderna nos fue alejando de la naturaleza. A un aborigen no
se le hubiese ocurrido que ese fuera un lugar del cual había que escapar. Nos
colocamos en el tope de la cadena alimenticia, pero nuestra fuerza está en
tecnologías que pensaron y fabricaron otros, nuestra fuerza está en vivir en
sociedad, como las hormigas. Solos en la naturaleza somos un animal más, y de
los más débiles: nuestro olfato se fue volviendo pésimo, casi no tenemos pelo
que nos proteja y más de un carnívoro en el cuerpo a cuerpo nos despedaza sin
esfuerzo.
Juan empezó a notar que el cuerpo le fallaba y sintió
horror. Pensaba que la voluntad la podía manejar, seguían cantando cada tanto,
puteando y decidiendo salir, podía manejar el pánico sicológico de estar perdidos en el medio de la nada.
Pero se dio cuenta de que si fallaba la máquina, perdía el control y ese miedo
sí hacía efecto, como un frío que le atravesaba el cuerpo cada vez que notaba
que erraba el paso, que empezaba a andar a los tumbos. Se tomó el pulso: estaba
rápido y débil, síntoma de shock, había aprendido en la cruz roja. Sería por la
pérdida de sangre? La hemorragia no había sido excesiva, pero sí constante, más
perseverante que otras heridas que haya tenido. Cuando empezaron los mareos los
quiso ignorar, pretendiendo que asi desaparecieran, como quien espera que una
gotera se arregle sola, pero cuando se asentuó y se veía en la mirada de Matías
que se estaba dando cuenta ya no pudo dejar de preocuparse. Empezó a pensar que
capaz que de ahí no salía. Si no podía caminar no había esperanza. Podía mandar
a su amigo a buscar ayuda, pero aunque volviese con ayuda nunca lo encontraría.
El sol empezaba su carrera hacia la noche además, y quién sabe las alimañas que
saldrían al oscuro en ése lugar. También lo amargaba retrasarlo, y pensar que por su culpa su amigo también
podría quedarse ahí para siempre. Cuando no pudiese más trataría de convencerlo
de seguir, pero conocía a su amigo, y no querría abandonarlo. Empezó a putear
con más fuerza, puteaba al morro, a la vegetación que le complicaba la subida,
pero en realidad quería putear a su cuerpo por abandonarlo cuando él quería
seguir viviendo. Y trastabillaba como un borracho que putea la puerta donde no
puede meter la llave.
-
Pará, me toca ir adelante.- dijo Matías, aunque
todavía no le tocara.
Empezó a sentir que
en cualquier momento se desmayaba. Tosió a propósito, recordando que eso
aumentaba la circulación sanguínea en la cabeza, transitoriamente. Cuando
empezaba a fallar el truco, encontraron unas piedras grandes y planas, sin
hormigas. Era un regalo justo a tiempo donde poder acostarse.
-
Vamos a descansar un poco- dijo Juan.
Y acostado se le pasó
el mareo. El morro empezaba a ganar. Lo invadió una paz de querer quedarse. Se
sentía bien ahí.
-
Tenés que ir a buscar ayuda, me está fallando el
cuerpo.
Matías lo miró un segundo, tal vez dudó, porque el instinto
de supervivencia es en esencia individual. Si dejás que sólo el instinto te
guíe, pisás las cabezas que hagan falta para salir del incendio. Pero las decisiones
pueden escuchar al instinto, o no. A los bomberos el cuerpo les grita que
salgan, pero entran.
-
Descansá lo que haga falta, después seguimos.-
arriesgaba su vida como los amigos que valen, con palabras sin importancia.
Se sentó, volvió el mareo y se acostó un rato más. La
decisión del amigo lo aliviaba y preocupaba a la vez. Morirse ahí solo, sería
triste, pero su amigo podía seguir, y no podía perder tiempo, darle ventaja al
hambre y la sed. Si se mareaba al incorporarse y tenía el pulso así ya podía
declarar inminente el shock hipovolémico: le faltaba líquido en el cuerpo, por
la hemorragia o por deshidratación, o una asociación siniestra de ambas, la
causa daba igual a esta altura. La única solución era que ingrese líquido. Liberó
el pensamiento, y la cabeza empezó a buscar soluciones. Misteriosamente recordó
haber leído una biografía de San Maximiliano Kolbe, condenado a morir de hambre
y sed junto a otros prisioneros en un campo de concentración nazi, y recordó
que algunos prisioneros habían bebido su propia orina para vivir unos días más.
Tal vez por la sed, recordó alguna tarde tomando mate con Magalí, una muy buena
amiga la pulseada contra el morro tuvo un nuevo giro: le volvieron las ganas de
salir de ahí como un fantasma volviendo al cuerpo del muerto cuando los médicos
le dan con electroshock. Decidió que quería tomar mate una vez más con su
amiga. Aunque sea una vez más. Ese pensamiento simple fue como el mantra que lo
levantó de la piedra.
-
Vamos.
Matías lo siguió, y cambió de rumbo. En vez de seguir hacia
las cimas perpetuas, hacia la supuesta playa que estaba menos acá a la vuelta
de lo que parecía, encaró hacia la locura, hacia el interior del morro, de
espaldas al océano. Era la dirección que ofrecía una vegetación distinta. Los
arbustos eran más altos más gruesos y escasos, dejaban caminar mejor, aunque
tapaban el sol cuando iban a empezar a necesitar más luz. Pero la energía
mágica duró poco y volvieron los mareos, intentó el viejo método inútil de
ignorarlos pero no funcionó y guiado por la decisión inapelable de volver a
tomar mate alguna vez, le dijo a Matías que se adelante, que tenía que ir al
baño.
Juntó con una mano la orina que pudo y la bebió. Los
manuales de supervivencia no recomiendan esto, aunque algún experto en la
materia dice que si la deshidratación no avanzó demasiado, la orina puede ser
una solución paliativa. Quizá fue sicológico, pero pasaron los mareos y el alma
le volvió al cuerpo. Avanzaron con energías renovadas por otro paisaje. Matías
seguía adelante cuando Juan lo frenó con una mano en el hombro. Delante de
ellos se extendía una telaraña inclinada, del tamaño de un cristiano, con una
araña de colores, grande y fea en el centro, con cuchillo y tenedor preparados,
quieta, serena como la muerte, con la confianza de vencer a lo que fuera que
cayera en su red.
El sol acariciaba el horizonte cuando salieron a un
descampado. El morro se tranquilizaba y ya no arañaba a cada paso, o tenía la
certeza de que las presas serían suyas con la noche, o había renunciado a
ellas, quizá por el respeto que uno le tiene a un contrincante digno. Al alivio
del terreno se le interpuso un cansancio que les entraba en el cuerpo. Matías
estaba entusiasmado, el paisaje estaba cambiando y parecía que la civilización
podía aparecer de un momento a otro, pero Juan empezó a despedirse de los
mates, porque volvían los mareos, insobornables como la soledad. Aguantó todo
lo que pudo avanzando, cada vez más lejos de su amigo que avanzaba confiado de
no perderlo de vista porque ya la vegetación no interrumpía la visión. Mientras
lo veía alejarse se sentó. Pulso rápido y débil, también se aceleraba la
respiración, mal signo, el shock avanzaba.
Miró el atardecer y sonrió. Capaz dentro de poco se encontraba a su
vieja. Le gustó la idea de unos mates con ella. Charlar. Mientras miraba irse
el sol habló con Dios. Agradeció y pidió perdón, pero esta vez en serio. De
golpe Matías gritó.
-
Una casa!
Se levantó a los tumbos y alcanzó a su amigo, que le dijo
que fuera más despacio, hubiera sido ridículo caerse y lastimarse a la vuelta
de la salvación. La vegetación volvió a crecer y antes de llegar al techo que
habían visto desde arriba se cruzaron un rancho. Llamaron y apareció un viejo. Le
pidieron agua, pero el viejo les preguntó en portugués si venían del morro,
cuando le dijeron que sí buscó un banquito para ellos y otro para él y les
pidió que le cuenten la experiencia!
-
No, agua!
Hicieron gestos inconfundibles pero como el viejo insistía
con el cuento como un niño, hicieron otro gesto universal, pero esta vez de
mandarlo al carajo y siguieron hacia donde habían visto el otro techo. Resultó
ser una casa en construcción. Juan encaró hacia una canilla con manguera, la
abrió y dejó correr el alivio garganta abajo. Se asomaron obreros a ventanas
del primer piso preguntando si venían del morro y les gritaron, riéndose, que
estaban locos, que en el morro hay serpientes. Matías también bebió.
Preguntaron hacia dónde estaba la ruta y empezaron, de a
poco, con el atardecer, a volver.
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